La editorial Renacimiento recupera Seis mil años de pan, un ensayo publicado originalmente en 1944 por H. E. Jacob y que construye un ambicioso estudio del alimento del hombre más difundido, desde la prehistoria hasta la II Guerra Mundial. EL ESPAÑOL le ofrece un extracto de la obra, que llega este lunes a las librerías.

De los molinos de aquellos prácticos romanos, ya fuesen impulsados por convictos, por animales o por la fuerza del agua, fluía incesantemente la harina, la harina que era la argamasa de la vida, la que mantenía unida a la nación porque satisfacía al estómago, la que era comida por ricos y pobres, la que llevaban en bolsas los soldados romanos en las puntas de sus picas al conquistar el mundo. Los romanos no eran gastrónomos por temperamento y tardaron largo tiempo en descubrir que el pan era mejor que el grano tostado o la harina. Pero, al descubrirlo, aprendieron a conciencia la lección.

Las fases de su cocción del trigo que faltan, nos han sido descritas por sus escritores, llenándose así los vacíos. Ateneo nos habla de cómo muchos tahoneros hacían trabajar a sus aprendices con guantes y máscaras de gasa, para que ni el sudor ni el mal aliento estropearan la masa. Cuando los panes se destinaban a los romanos de gusto refinado, la masa era objeto de muchas manipulaciones. Además del pan común, cuya forma era la de una granada, existía el panis artopticius, que se hacía girar sobre un asador. El panis testuatius era cocido en una vasija de tierra. Había un pan refinado que llamaban pan parto: se lo dejaba hincharse en el agua antes de ser cocido. Se exigía que este pan fuese tan liviano que –en contraste con el pan común– flotara sobre la superficie del agua.

Las formas del pan romano eran más artísticas y arbitrarias aún que las de los egipcios. Los ricos deseaban siempre algo nuevo. Cuando los visitaba un poeta, encargaban panes con forma de lira; en las cenas nupciales, había panes con forma de anillos unidos.

Además de los obreros que cocían pan, había los que cocían golosinas, los que cocían con leche y los reposteros. Catón y Pollux nos cuentan muchas cosas sobre el contenido de las tortas.

Había miel, importada de Grecia y el Asia Menor, porque esta parecía mejor que la miel italiana, aceite de África del Norte, arroz, leche, queso, semillas de sésamo, nueces, almendras, ajíes, anís y hojas de laurel. En cuanto al número de ingredientes se refiere, los reposteros de Roma parecen haber superado en mucho a los tahoneros de hoy.

Portada de 'Seis mil años de pan'. Renacimiento

Al principio, no existía una clase especializada de tahoneros romanos. El pan, la base de todos los demás alimentos, era preparado por la dueña de casa con el siligo, variedad de trigo que hasta en esos tiempos se sabía más nutritiva que cualquier otra. Pero más tarde, la mujer romana se convirtió en una dama. Ella, que fuera durante largo tiempo la esposa del campesino y del guerrero y se enorgulleciera de sus menesteres domésticos, aprendió del Oriente que a la mujer le convenía descansar durante las horas calurosas del día. El espejo y los afeites conservaban la juventud; la levadura y la cocción del pan hacían envejecer. Las damas del Oriente sabían esto y ahora que los maridos de las mujeres romanas habían comenzado a conquistar el Oriente, las damas romanas no tardaron en aprenderlo. Hasta el año 172, en que Aemilius Paulus conquistó Macedonia, no encontramos tahoneros profesionales en Roma. En esa época poco más o menos, comienzan a aliviar la carga de la dueña de casa, ofreciendo pan y postres en ventas en sus comercios. Estos tahoneros eran también molineros.

Su trabajo se consideraba un arte que requería suma destreza. La imaginación popular no los clasificaba como hoy, sino, posiblemente, en una categoría semejante a la de los sastres. La artesanía era considerada única e individual: la gente hablaba del ars pictorica, el arte de cocer el pan. Los dueños de tahonas eran, en su mayor parte, esclavos libertos: se trataba de hombres muy respetados que habían tenido excelentes oportunidades de enriquecerse, como un tal Vergilius Eurysaces cuya lápida se ha conservado en Roma. Una pintura que ostenta la lápida lo muestra dando instrucciones a sus amasadores, hombres jóvenes de rostros inteligentes. Los sirios y fenicios gozaban de particular estima como aprendices: los romanos sabían que los pueblos del Oriente tenían un refinado sentido del gusto y manos más delicadas para la labor de la cocción.

La importancia que se asignaban a sí mismos los tahoneros no tardó en ponerse de manifiesto. Estos establecieron corporaciones cuyos derechos eran garantizados por el Estado romano. Los estatutos de las mismas prescribían sus relaciones con sus aprendices esclavos y libres. Las corporaciones tenían considerable importancia en la vida religiosa de Roma. La fiesta de la diosa del horno era realizada en la fecha fija del 9 de junio, en que los hornos y herramientas de la tahona eran adornados con flores y todos comían y bebían copiosamente. El corpus pistorum era una organización unificada con que debían contar las ciudades italianas en las elecciones municipales. Decir de un tahonero "bonum panem fert (entrega buen pan)", equivalía a dar motivo para elegirlo a un cargo municipal. Y los tahoneros eran elegidos a menudo. Paquius Proculus, que pertenecía a la corporación de los tahoneros, llegó a ser alcalde segundo de Pompeya.

Los emperadores confirmaron estos derechos y concedieron privilegios especiales a los tahoneros, como "gente importante para el bienestar de la nación". Esta actitud tenía una finalidad y finalmente llegó el día en que el propósito se vio cumplido: los tahoneros se convirtieron en funcionarios públicos. Esto fue un hecho aciago, que no tuvo buenas consecuencias para los tahoneros ni para Roma. Es un fenómeno que nos demuestra que los romanos eran solo aparentemente un pueblo práctico: no comprendían sus verdaderos problemas, o no podían resolverlos. El pan hizo grande al Imperio romano; pero también lo destruyó.

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La larga era de la decadencia romana comienza con las palabras de Plinio "Latifundia perdidere Italiam (Los grandes latifundios han destruido a Italia)". Todos los historiadores que estudiaron la caída de Roma, no han eludido tampoco el agregado de Plinio "jam vero et provincias (y más tarde las provincias)": ni el inglés Gibbon, ni el alemán Mommsen, ni el italiano Ferrero, ni el francés Glotz, ni el ruso Rostovtzev. Las invasiones bárbaras del tipo de la de Alarico no habrían bastado para destruir al imperio, ni tampoco el federalismo del emperador Diocleciano, de no haber desarrollado los señores del Imperio romano la peor política agraria de la historia. ¡El imperio hubiera sobrevivido si Roma no hubiese hecho del pan un fútbol político!

En el período más antiguo, los romanos habían tenido buenas leyes, que protegieron al agricultor. Toda la tierra conquistada le pertenecía al Estado: primero, al rey, luego, a la República romana. Virtualmente, no existía por lo tanto propiedad privada. El Estado, con todo, tenía derecho a darles tierras a los pobres. Esto fue lo que hizo. Cuando los soldados de mérito volvían a sus hogares de las guerras, el Estado los instalaba como colonos. Cultivando el suelo, los soldados se convertían en sus dueños. Otras tierras eran dadas de una manera distinta. Eran arrendadas –a los ricos, desde luego– porque el Estado necesitaba dinero. La riqueza de los ricos, en esos tiempos, no consistía en tierras, sino en rebaños y esclavos.

¿Por qué no tenía suerte el hombre pobre con la tierra que le regalaban? Solo disponía de sus dos manos, su arado, sus bueyes, su esposa y su hijo adolescente. Tenía apenas suficiente estiércol para abonar su campo. Pero el rico poseía todo lo necesario para obtener mejores y más baratos productos de granjas: esclavos, arados superiores y todos los animales que necesitaba. Cuando el pequeño agricultor italiano se dirigía de sus campos al mercado para ofrecer en venta su cereal y quizás también sus aves y su leche, se encontraba con que el pueblo de campaña estaba en manos de la organización de ventas del dueño de los latifundia.

Los hermanos Graco, en una escultura expuesta en el Museo de Orsay. Wikimedia Commons

El agricultor caballero y millonario lo producía todo a menor costo y podía por ello ofrecerlo a precios más bajos. El agricultor pobre no podía competir con él: sus ganancias se esfumaban. Volvía a su casa con tan poco dinero, que no podía continuar cultivando sus tierras. Entonces, testimoniándole una hipócrita simpatía, venía a visitarlo el rico y le compraba sus tierras por un precio ridículo. Luego el agricultor se trasladaba a la ciudad, se convertía en plebeyo, holgazaneaba en las plazas y tabernas y sentía odio por el Estado que lo había engañado. ¿Para qué hacía Roma agricultores de sus soldados, se preguntaba, sino podía proteger la subsistencia de sus nuevos cultivadores?

Hubo, es verdad, estadistas que advirtieron a tiempo el peligro y dictaron leyes para combatirlo. Plutarco nos cuenta:

"Cuando el rico empezó a ofrecer mayores arriendos y a expulsar a los más pobres, se decretó por ley que ninguna persona podía poseer más de quinientos acres de tierra. Esto, durante algún tiempo, frenó la avaricia de los más ricos y fue muy útil para la gente pobre, que conservó así sus parcelas de tierra. Pero los ricos se ingeniaron para hacer volver esas tierras a su poder bajo nombres ajenos y finalmente no vacilaron en comprarlas en su mayoría públicamente, a su propio nombre. Los pobres, que se vieron despojados así de sus granjas, ya no se sintieron dispuestos como antes a servir en la guerra o a cuidar de la educación de sus hijos: de modo que, al poco tiempo, quedaron relativamente pocos hombres libres en toda Italia, donde se vio un enjambre de hospicios llenos de esclavos de origen extranjero. Los ricos empleaban a estos en el cultivo del suelo, del cual desposeyeran a los ciudadanos".

Así, fueron burladas las leyes, y la miseria de los agricultores aumentó. Igualmente, aumentó el abandono de las tierras para ir a la ciudad. Hubo muchas veces hombres que vieron el peligro existente para su país. Hasta los miembros de las más antiguas familias nobles romanas consideraron intolerable la situación. Los nietos del más grande de los generales romanos, Escipión Africano el Joven, que venciera a los cartagineses, iniciaron un movimiento de reforma encaminado a ayudar a los agricultores. Estos hombres eran Tiberio y Cayo Graco.

Cierto día, Tiberio Graco se levantó en una asamblea pública y dijo palabras que ningún oído latino había escuchado hasta entonces.

—Los animales salvajes de Italia tienen sus guaridas o cubiles. Pero los hombres que han combatido por Italia, que estuvieron dispuestos a morir por ella como soldados, tienen participación a lo sumo de su aire y su luz, pero ni casa ni techo que los proteja. Deben vagar de un lugar a otro con sus esposas e hijos. "Kyrioi tes oikoumenes einai legomeneoi (Estos guerreros son llamados los dueños del mundo)". ¡Pero no les pertenece un solo metro cuadrado de tierra en este mundo!

Para nuestros oídos, estas palabras tienen más fuerza aún que para los romanos. Porque Tiberio Graco empezó su discurso, con palabras casi idénticas a las de Cristo: "Los zorros tienen agujeros y las aves del aire nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde apoyar su cabeza". ¿Cómo supo Tiberio Graco lo que diría el Nazareno ciento cincuenta años después? O... ¿cómo supo Jesús (hombre carente de cultura que nada sabía de historia romana) lo que había dicho el tribuno del pueblo, Graco?... La misma situación evocó las mismas palabras.

Comenzó entonces un conflicto parlamentario, cuando Graco procuró que volviera a regir una antigua ley que limitaba la posesión de la tierra a quinientos acres. Graco venció y le otorgó bondadosamente a cada hijo de rico una cantidad adicional de doscientos cincuenta acres. Pero los grandes terratenientes obtuvieron el concurso de asesinos que mataron a Tiberio cuando se disponía a hablarle a una asamblea pública. Cosa extraña: aunque Tiberio Graco había sido una figura totalmente secular, los romanos tuvieron la sensación de que se había cometido una blasfemia. Dijeron: "Cererem vetustissiman placari opportet (Hay que aplacar la ira de la antigua diosa de los campos)". Porque se consideraba que los reformadores agrarios le pertenecían a Deméter en forma tan íntima como el misionero del arado, Triptolemo, en los tiempos míticos.

Después de una sequía del año 496 a.C., los Libros Sibilinos le habían recomendado el culto de Deméter a Roma (el nombre Ceres, que los romanos le daban, significa Creador). Ceres había luchado siempre del lado del partido democrático romano. Los adoradores de Ceres en Italia eran casi en su totalidad plebeyos. Es curioso anotar que en el mismo año en que la plebs romana fundó el templo de Ceres sobre una de las siete colinas de Roma (490 a.C.), Deméter estaba ganando la batalla de Maratón para los campesinos griegos. No lo hizo porque los persas desdeñaran la agricultura. Todo lo contrario: los persas eran probablemente muy superiores a los griegos como agricultores ("Su suelo se adapta tan particularmente bien al maíz que nunca produce menos de un bicéntuplo –escribe Heródoto con envidia–. En las estaciones favorables, suele elevarse al tricéntuplo y el tamaño de la espiga de su trigo es de cuatro dígitos..."). Pero los persas eran douloi, siervos de un rey despótico, no terratenientes libres. Fue por eso que Deméter ayudó a los griegos en Maratón y Salamina...

El asesinado Graco fue acompañado plañideramente por el "partido del pueblo" como "misionero de Ceres", y su procesión fúnebre fue tan numerosa que el Senado se consideró obligado a confirmar las leyes agrarias. En las tierras que Graco les quitara a los ricos, fueron instalados ochenta mil nuevos agricultores. Su hermano menor, Cayo, continuó la tradición de Tiberio. Pero también él fue asesinado o impulsado a quitarse la vida. Y la venganza de los grandes terratenientes barrió no solo la obra de los Graco, sino también todas las viejas tradiciones del Estado como dueño de la tierra. Ahora, toda la tierra de Italia les pertenecía a unos pocos centenares de familias, que se pasaban el tiempo con los brazos cruzados en sus casas de campo y hacían trabajar a sus esclavos. Ni Mario ni César, ambos hombres del partido popular, pudieron impedir ese mal. El Estado abandonó a sus agricultores y se inclinó sumisamente ante los ricos.

La primera consecuencia fue que los terratenientes de Italia dejaron gradualmente de cultivar el grano. Les resultó más lucrativo usar sus tierras para grandes pastoreos, ya que el ganado vacuno y las ovejas dejaban beneficios mucho mayores que el grano. Es verdad que el rico vendía cereales. Pero estos no crecían en Italia. Eran traídos en barcos, con fletes sumamente bajos, de las posesiones romanas de ultramar.

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