Pedro Simón no sólo es un periodista de impronta literaria, social y sentimental -con un ojo antropológico, psicológico y sensible, henchido de ternura y de compasión en su mejor acepción-, sino un hombre que sabe escuchar, escuchar verdaderamente, con agradecimiento genuino hacia las historias de los demás, y quizá sea ese rasgo -qué paradoja- el que le convierte en escritor. La atención. La memoria para los sonidos, para los gestos. Para incrustar el cúter en el instante que siempre resbala. Que se escurre todo el rato. 

El respeto a la vida de los otros y a a vida propia. El ojo de la nuca temblando de excitación y de dolor cuando lo activa hacia el pasado. La sensación de que la infancia es la muerte y de que uno podrá lograrlo todo y podrá pagarlo casi todo -si se tercia-, pero seguro que jamás volverá a su mejor verano. Aquellos valores parcos y verdaderos; aquella autenticidad perdida; aquellos códigos no escritos entre los niños y los adultos. Una educación ruda pero hermosa que, si bien no consiguió hacernos ganadores, nos hizo resistentes a los ataques de la vida.

Una sencillez abrumadora, un montárselo con poco. Una celebración austera pero profunda de los olvidados de la historia, de los que nos sacaron adelante y a los que nunca les dimos bastante las gracias. Las escamas de la instrucción católica. El campo. Los viejos paisajes. Los primeros libros. En Los ingratos (Espasa), su novela condecorada con el Premio Primavera (¡100.000 napos!) está todo eso. Y él pensando en gastárselo en una edición bonita de Crónicas Marcianas y en invitar a marisco a los amigos caraduras. Periodista tenía que ser. 

¿Cuánto tiene Pedro Simón de escritor y cuánto de periodista?

Todos los que nos sentamos a escribir en la edad adolescente y los que alguna vez decidimos qué hacer con nuestra vida basándonos en ese amor a la escritura nos hemos hecho esa pregunta y quizá hemos estudiado periodismo por eso, pero luego te das cuenta de que no hay tantos vasos comunicantes. Esto es lo que cada uno quiere que sea. Yo me he interesado en un elemento estético del reporterismo que trato de que esté ahí. Creo que uno es escritor cuando la gente decide que eres escritor. Eres escritor el día que tus facturas son pagadas por tus libros, pero mis facturas la paga el periodismo.

Me siento un periodista agradecido, en cualquier caso, pero a veces cuando escribes un reportaje eres un poco un esclavo, porque tú no puedes encontrar trabajo a la mujer precaria con la que estás hablando, ni puedes salvar a siete inmigrantes en una patera. Con la ficción eres un pequeño dios. Para los que trabajamos con el día a día y con materia prima averiada -como la vida-, la ficción es un respiradero maravilloso. Un lugar donde las cosas pueden salir bien si tú quieres, o no. Tú puedes decidir ser tremendamente cruel también, como forma de gozarla. Pero sobre todo puedes escapar de esta cosa jodida que tiene que ver con el periodismo y es no influir nunca en la historia.

¿Para qué sirven los premios literarios?

En mi caso, para que en tu medio de comunicación te dejen seguir trabajando, para que confíen en ti y te manden a Málaga con un fotógrafo a dormir en un hotel para buscar una buena historia. Para hacer las cosas despacio, aunque no tanto como aquel escritor de obituarios del Times, que tenía tres meses para hacer un obituario y cuando aparecía para entrevistar a alguien,  el famoso intuía que se iba a morir en breve… bueno, lo importante es tener tiempo para hacer lo que más nos gusta. La pasta que te llevas sirve para disfrutarla, para quemarla, y poco más.

Eso te iba a decir, que para qué sirve el dinero.

Para comprar felicidad y tiempo. No sé quién lo decía pero a medida que pasa el tiempo te das cuenta de que lo más importante que tienes es el uso del tiempo, valga la redundancia, en qué lo inviertes y tal… y eso tiene que ver con el dinero. Yo realmente lo primero que hice con los 100.000 pavos de este premio del Primavera fue ir a una librería y buscar una primera edición de Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. Que no fue ni tan caro, que me costó 80 pavos, y ya tengo como cien ediciones diferentes de ese libro… pero me di ese capricho. Habitualmente no me gastaría 80 euros en algo así. Y luego, pues poco más: pagar comidas a amigos periodistas, que les gusta mucho comer y beber, como a buenos periodistas gorrones.

Clásica esa de “mi amigo tal ha ganado un premio: se acerca una mariscada, habrá que extorsionarle”.

(ríe). Tengo otro amigo que tiene una frase maravillosa para ese momento en el que haces un reportaje para tu medio de comunicación y tienes que sentarte a comer con la fuente y sacarle cosas y tal: “La de marisco que hay que comer para llevar las lentejas a casa” (ríe).

¿Qué es para ti el prestigio literario?

No lo sé, porque no creo que tenga de eso. Lo que tengo son espacios de felicidad para trabajar y situaciones en las que digo “joder, qué suerte estar aquí, qué honor poder estar hablando con una chica que ha sido violada durante siete años por su hermano, qué agradecido estoy de que me cuente su historia, de tomar café con ella, de revisar juntos su historial”…

Te hace sentir honrado.

Sí, pero es otra cosa. Luego hay mucha gente que me parece que hace cosas muy interesantes y que tienen eso del prestigio literario, como Arturo Pérez Reverte o Ana Iris Simón.

¿Tú eres un nostálgico, Pedro?

Sí, un nostálgico enfermizo. Creo que habría que vaciar y dinamitar y hacer hogueras públicas con todos los trasteros de España, quemando todos los recuerdos…

Como la canción de Extremoduro.

Así es (ríe). Cuando ya tienes una edad, como yo, que tengo cuarenta y muchos… va pesando cada vez más lo que llevas por detrás, tu mochila, tu trastero más íntimo, que es tu infancia. Porque puedes tener mucha pasta y viajar a Nueva York, pero no vas a poder volver jamás al mejor de verano de tu vida, que suele ser el de los 16 años o el de los 18. Me pasa eso cuando escribo columnas o cuando escribo novela… en esta última novela hay mucho de nostalgia de ese tiempo vivido, de esa infancia que es también tu muerte, un lugar donde ya no estás, donde nunca más estarás.

Gestionar el paso del tiempo es jodido. Sobre todo, como decía Reverte, porque envejecer “es dejar de hacer cosas que antes hacías y ya no puedes hacer”, como salir al mar bravío a navegar y tirarse ahí tres horas, es que ya no hay cojones. Esas despedidas, esas pequeñas muertes del día a día que pueden ser salir a correr, meterse en un barco o tomarte un gintonic.

¿Cómo fue tu infancia y qué sucedió en ese tiempo que te convirtió en el hombre que hoy eres?

Yo soy hijo de una maestra rural, como el niño protagonista de Los ingratos, y me he criado en pueblos en los que mi madre iba siendo destinada. Nosotros íbamos en ese asiento de atrás de un coche viejo sin cinturones de seguridad… y para mí eso tiene mucho que ver conmigo. Y la palabra “austeridad”. A mí me enseñaron eso. No a esa austeridad que es racanería de no pagar una ronda, sino a cierta generosidad con los que vienen detrás de ti, ese educarles a que se puede vivir más y mejor con menos, esa gimnasia de la austeridad que en este tiempo practicamos poco con nuestros adolescentes.

Yo vengo de ahí, de Castilla, de esa gente hacia adentro, de esa austeridad, de esa clase media en la que mi padre era obrero, de esa abuela paterna que no pudo ir a la escuela… pero que era una lectora voraz, y recuerdo sus libros que olían a jabón lagarto y a chimenea en el pueblo y a lejía. Vengo de eso, y curiosamente la gente que más me ha hecho amar los libros son: un tío esquizofrénico -mi tío Agustín-, mi abuela Isabel, que no pudo ir a la escuela, y mi hermana, que estudió Matemáticas. Tres esquinas curiosas y muy diferentes.

¿Qué era lo bueno de esa vieja España de la que hablas en el libro y qué era lo peor?

“Vieja España”…

Es que me gusta cómo suena, tiene potencia el concepto, ¿no?

Sí, sí, a mí me pasa lo mismo con “Castilla la Vieja”, lo digo sin ninguna connotación política, como Umbral, que decía que decir Castilla y León ya era forzar. Pero bueno, esa vieja España no era tan vieja, ¡que soy de los setenta! (ríe). No creo que cualquier tiempo pasado sea mejor, sino que es peor porque ya no está y ya no estamos en la plaza donde nos dimos los primeros besos, o en ese viaje donde recorriste Francia o Portugal con tus amigos cuando todo te importaba un huevo. Yo ya no estoy ahí, si estoy yo es un “yo” muerto.

Creo que antes las cosas era más sencillas pero que todo se empezó a joder con esa cosa maravillosa llamada internet. Las redes sociales. La autoimagen, lo que lo demás piensan de ti, las inseguridades, las dudas, los linchamientos públicos. Yo vengo de un mundo analógico y lo puedo gestionar de otro modo, pero ahora hay chavales que se pillan una depresión con 15 años porque les han sacado de un grupo de Whatsapp.

Yo llegué a Madrid en el 88 y viví los parques con jeringuillas y con sangre y heroína, y eran peligros obvios y, por tanto, eludibles, pero ahora todo es más complejo, porque el matón del colegio puede destrozarle la vida a un niño a las doce de la noche. Me decía un amigo que qué difícil es ser padre, pero yo creo que lo difícil hoy es ser hijo.

Tú no tienes redes sociales, y es curioso, porque a menudo sirven para forjar ese término repugnante de la “marca cultural” o para favorecer una pose o un personaje. ¿A la gente puede interesarle un texto sin conocer al autor? Decía Umbral, también, que hay mucho de “antropofagia cultural”: que el hombre tiene sed de hombre, que el hombre no quiere la obra de Picasso, sino comerse a Picasso por los pies.

Qué bueno eso. Yo me he librado porque tengo 49 años pero si tuviera ahora 25 me habría tocado comer puré de acelga. Aquí hay una decisión personal. Uno tiene que poner en una balanza lo que conoce de sí mismo y lo que ansía profesionalmente y personalmente. Yo me conozco y sé que estaría demasiado pendiente de lo que dijeran de mí. No quiero gastar demasiado tiempo en eso. Se van los días mirando el móvil. Eso habla mucho de nuestra locura y de nuestra soledad y de nuestro ombligo.

En este país todo el mundo se siente entrenador de fútbol y periodista… no he visto a nadie decirle a un cirujano cómo tiene que operar. Yo te digo: dediquémonos cada uno a lo nuestro. Me da la sensación de que lo que escuchamos modula mucho nuestro discurso, y cuando hacemos algo o escribimos algo, ya no sabemos si somos nosotros o somos lo que los demás quieren que seamos.

¿Crees que estamos infantilizando a los niños, valga la redundancia? ¿Hay una sobreprotección, un pavor a que se raspen las rodillas jugando, un intento de aprobado en el cuatro y medio, como querría Celáa? ¿Estamos creando una sociedad de débiles?

Yo soy una persona progresista y mi referente político es Julio Anguita. Tengo mis propias ideas en lo que tiene que ver con el progresismo y lo que no, y uno de los desastres de este país tiene que ver con la educación. Con una concepción de lo progresista que consiste en edulcorar la cultura del esfuerzo, y a mí me parece un disparate que atenta contra las clases más bajas.

La escuela pública tiene que ser un lugar de esfuerzo y una academia de élite implacable. Porque si tus padres tienen mucha pasta van a poder compensar las carencias de tu escuela pública mandándote a estudiar a Irlanda o a aprender chino, pero si a tus padres no les alcanza la pasta, tienen que tener la escuela pública, sin trampa ni cartón. Hay que fomentar la cultura del esfuerzo, hay que exigirles más a los chavales. Es una putada, porque el mundo fuera es muy cabrón y en el mundillo de lo complaciente y de los ositos de peluche no crece nada que pueda defenderse. Estamos en ese alargar a los bebés en el bamboleo del líquido amniótico. No. Esto va a tener consecuencias y ya las estamos viendo.

Ahora se romantiza mucho el mundo rural desde el progresismo, desde la modernidad malasañera. Pero, ¿qué dirían esos modernos si vieron que allá había un ‘tonto de pueblo’, un ‘moro’, una ‘puta’, y un ‘marica del pueblo’? ¿La corrección política cala en los pueblos?

Claro… yo no idealizo los pueblos, idealizo la infancia. ¿Sabes qué se dice? Pueblo pequeño, odio grande. Cuidado con los escenarios idílicos de 12 personas que ahí se dan dentelladas más salvajes que en la ciudad. Por supuesto que el mundo era de una crudeza ineludible: había una camada de seis gatos y tu tía te decía que cogieras cinco y los mataras, y tú con seis añitos matabas a los gatos tirándolos contra una pared, tirándolos a un río o ahorcándolos, lo que te pareciera menos doloroso. Eso pasaba en un pueblo y no pasaba nada, porque tenía que ver con la vida.

Yo he conocido a lo que hoy sería una persona discapacitada en Castilla y lo mejor que le decían era “el tonto del pueblo”, el “mongolo” o “el subnormal”. Era un mundo crudo, pero a la vez es menos cruel que en las ciudades, porque en las ciudades hay una intencionalidad. La gente vive más hacia adentro, con las puertas más cerradas, y ahí se generan otras cuestiones que también pueden ser peligrosas.

¿Cómo marcó tu educación religiosa tu vida?

Mucho, hasta el punto en el que yo vivo con sentimiento de culpa. Cuando hablo de “los ingratos”, la ingratitud tiene que ver con la culpa. Con el crucifijo que había en mi casa, con los padres que te hacían pedir “perdón “ por todo, ¡la culpa, esa cosa viscosa que te persigue durante toda la vida…! Tienes que hacer muchas lecturas y mucha gimnasia a solas para ir quitándote esto de la culpa. la responsabilidad, sí, el error, por supuesto… ¿quién no? Pero la culpa son palabras mayores. Te puedes equivocar pero no tener culpa de nada.

No soy creyente, no he tenido un matrimonio católico, mis hijos no están bautizados pero igualmente vengo de ese barro, seguramente para muchas cosas buenas, porque mi madre era una mujer bastante católica, y también para las malas. Mi padre era un hombre de izquierdas, con un sentido sindical del trabajador, y me acuerdo que la primera vez que trabajé en un periódico, qu eme dijo: “Te afiliarás a un sindicato, ¿no?”.

Y toda la castración que viene con la religión.

Por supuesto, por supuesto. Dices la palabra “castración” y junto las rodillas (ríe).

¿Franco vive? ¿Cuáles son las herencias del franquismo que ves hoy día en la España de 2021?

Franco vive, claro, Franco está más resucitado que nunca: lo vemos en los medios y en la judicatura, por ejemplo… y lo vemos en la calle, y lo vemos en una asombrosa involución que tiene que ver con la maravillosa evolución tecnológica. Esos puentes que podrían ser buenos los está utilizando mucho neandertal para tratar de saltarse la democracia, y a mí eso me preocupa, y me preocupa que los medios en vez de ir con un bidón de agua hacia allá vayan con un bidón de gasolina. Va a acabar sucediendo eso de “cuando vengan a por nosotros, va a ser demasiado tarde”.

¿Qué es España para ti? ¿Eres patriota de algún tipo?

Mi patria es el Ribera del Duero, el Atlético de Madrid, Ignacio Aldecoa, Bradbury, mis hijos, la fabada asturiana… y no creo mucho en las demás cosas. Si tuviéramos que poner un paisaje que tuviera que ver con lo que es para mí España sería una puesta de sol en un campo de cereales de Zamora durante el otoño.

¿A quién harías ministro de Cultura?

A Antonio Lucas, pero no sé si él querría.

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