Aunque lo más grave de la epidemia por el coronavirus SARS-CoV-2 va quedando lentamente atrás en España, la cifra de fallecidos ha rebasado en la segunda semana de abril los 15.000 y ha cimentado un triste récord: somos el país con la mortalidad más elevada por millón de habitantes, seguido de cerca por Italia, el principal foco europeo. Los motivos del lúgubre hito son causa de crispación política y social, y un enigma para científicos de todo el mundo.

Una polémica explicación de tipo socioeconómico ha sido recogida en The New York Times, en base a un trabajo publicado en el portal VOX CEPR Policy para estudios sobre esta disciplina. La tesis de dos profesores de Economía de la Universidad de Bonn (Alemania) es que la mortalidad en los países mediterráneos es más elevada que en otros porque aquí los adultos viven muchos más años en casa con sus padres, especialmente desde la crisis de 2008, con lo que las posibilidades de contagio en la tercera edad se acentúan.

Antes de continuar, el artículo del veterano diario neoyorquino previene contra el fenómeno de los 'epidemiológos de salón' (armchair epidemiologists) y los 'antropólogos autoproclamados' (self-appointed anthropologists) que aluden a tópicos culturales y nacionales para explicar la evolución de la pandemia. A EEUU ha llegado, citan, que la COVID-19 se ha extendido más severamente en Francia que en Japón porque unos se saludan dándose besos y otros haciendo reverencias. En realidad, esto es una gota en el mar de la pandemia cuando el crecimiento de contagios de ambos lugares ha forzado a la misma medida, el estado de alarma y el confinamiento.

Sin embargo, cualquier intento de arrojar luz sobre las diferencias de mortalidad es legítimo, y hay que acudir a los datos del trabajo alemán. Plantean que, en las sociedades en la que los adultos en edad laboral se relacionan con los ancianos porque les encargan el cuidado de sus hijos o porque viven en la misma casa introducen un factor de riesgo que no tienen aquellas en la que cada generación vive por separado. Un trabajador que estuviera en una zona de riesgo original pudo contagiar a sus compañeros, y este, a sus padres y abuelos.

En España, la proporción de jóvenes entre los 25 y los 29 años que vive en casa de sus padres aumentó del 51% al 63% con la crisis, según Eurostat, y la tasa de personas entre los 30 y los 49 que aún convive con sus progenitores es de un 11%, la segunda de Europa tras Italia, donde alcanza el 24%. Los autores concluyen que la baja mortalidad en Alemania responde al modo de vida mucho más autónomo e independiente de los mayores con respecto a sus descendientes, y augura que la pandemia será peor en los países del este, los segundos en el ránking de los que pasan más tiempo en casa de sus padres.

Los agujeros del estudio

'Correlación no implica causalidad', ha respondido otro trabajo sobre la comparativa de casos país por país en la misma plataforma. Y es que no hay más que mirar el texto original para ver el sesgo, ya que los investigadores de Bonn incluían datos mundiales sobre convivencia intergeneracional extraídos del World Value Survey. Y la tasa de adultos entre los 30 y los 49 viviendo con sus padres en Corea del Sur supera el 20%; en China, el 28%; en Singapur, el 30%; y en Japón roza el 35%.

Efectivamente, en todas las sociedades asiáticas en las que la pandemia ha avanzado más lentamente y ha sido menos mortal -con la excepción del foco chino-, convivir con los mayores es un hecho natural. Sin embargo, los autores han decidido excluirlas por las "diferencias culturales" y la "preparación" de estos países frente a las pandemias. Aquí volvemos a pisar el terreno de la antropología cuñada, como si un abuelo en una casa china fuera objeto de reverencia y distancia hierática mientras que al yayo en un hogar español se le cubre de besos. En realidad, dada la capacidad de propagación del SARS-CoV-2, la mera cohabitación multiplica el factor de riesgo.

Lo que sí está universalmente admitido es que la reacción temprana ante la sospecha de casos, el aislamiento y los cuidados específicos que los países asiáticos desarrollaron con antecedentes como el SARS ha superado a la respuesta en España. Y precisamente el punto negro han sido las residencias de ancianos, de donde procede el 40% de las víctimas mortales y donde los focos de contagio han sido más difíciles de detectar y aislar. Todavía hay muchos datos por recopilar, pero parece que, tristemente, los ancianos más vulnerables han sido precisamente los que no vivían con sus familias.  

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