Eran cerca de las nueve de la noche del 13 de julio cuando María Hernández Centeno entró en la tintorería que regenta junto a su hermana en Martos, a 20 kilómetros de Jaén. Iba a ser un segundo, simplemente quería recoger un edredón, comprar tabaco e iría a encontrarse con su marido y su hija.

La lavadora industrial, de 25 kilos de capacidad, era nueva pero tenía un pequeño defecto de fabricación. Manteniendo pulsada una pestaña blanca, la lavadora se abría sin bloquearse. Esta anomalía les había sido útil en el pasado, por ejemplo, cuando habían olvidado meter alguna camisa.

Entró en la tienda y cerró la puerta por dentro. Caminó hasta el fondo y accionó la pestaña. Le dio unos segundos de margen a la lavadora. Fue a una secadora y sacó alguna cosa para hacer tiempo, todo era rutinario en los instantes previos al momento en que su vida cambió.

Fue a la lavadora, metió el brazo sin mirar para coger el edredón y la máquina, que seguía girando a más de mil revoluciones por minuto, lo absorbió.

"Tiraba para afuera y sentía un dolor como de calambre, lo sentía atenazado", recuerda María. La angustia se eternizó unos segundos. "Cuando lo saqué vi mi brazo colgando, sostenido sólo por un trozo de piel".

Llevaba una falda larga y envolvió con ella el brazo, separado de su cuerpo por debajo del codo. La puerta estaba cerrada. Buscó con la mirada las llaves, temiendo que no le ocurriera como otras veces, en las que no recuerda si las dejó sobre la caja o encima de una mesa. Aquel día, por suerte, las encontró en su camino a la puerta, mientras se decía a sí misma: "Ay, que no me maree, que no me maree".

Salió a la calle y se sentó en el escalón de la tienda. "¡Llamad al 061 por favor, que he tenido un accidente!", gritó.

La tintorería Hernández, en Martos. Antonio Villarreal

En una nevera de corcho blanco

Casualmente su marido, José Manuel Pérez, estaba aquella tarde-noche visitando a un familiar en el hospital cuando recibió la llamada de María. Una señora a la que encontró en la calle la asistió para poder llamarle. Las palabras de su esposa fueron "bájate que se me ha descolgado el brazo" y él lo único que pudo pensar es que se le había salido el hombro al bajar la persiana de la tintorería.

Cuando los vio llegar al Hospital Princesa de España, María no quiso que su hija la viera en aquel estado. Siempre se ha considerado la fuerte de su familia -todo este episodio le ha servido para reafirmarse-e incluso quería dar ejemplo.

En Jaén, los médicos discutían a contrarreloj acerca de las opciones mientras la morfina hacía su efecto en el cuerpo de María. La única posibilidad allí era hacerle un muñón. Ella estaba sedada, pero consciente.

Le hicieron unas radiografías y las mandaron al hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Alguien allí les dijo que había una pequeña posibilidad de que pudieran implantarle de nuevo el brazo.

Así que se fueron.

"Iba despierta", recuerda María, "escuché a dos médicos decir que mi brazo iba cortado en la propia ambulancia, asumí que me iba a quedar manca y bueno, pensé: para que le pase a otra, que me pase a mí". Una vez le separaron el brazo del resto del cuerpo -sólo un jirón de piel lo mantenía unido- lo metieron en una nevera de poliestireno con hielo. En la ambulancia, la paciente iba diciéndole a los conductores que le extrañaba que estuvieran tomando la ruta de Fuerte del Rey, en dirección Andújar, en lugar de ir hacia Córdoba.

Al llegar a Sevilla, cerca de las 2:30 de la madrugada, el brazo estaba ennegrecido y con evidentes síntomas de congelación por el contacto directo con el hielo. En Jaén habían olvidado envolverlo en una gasa, contraviniendo el protocolo que les habían encomendado.

La operación más larga

Pese a la gravedad, María apenas había perdido sangre, ya que la lavadora le retorció el brazo de tal manera que sus músculos y vasos sanguíneos habían formado una especie de torniquete en el extremo. 

Ella podía ver a los médicos discutir mientras rodeaban su brazo. En un hospital se realizan muchas reimplantaciones de miembros, aunque generalmente menores. Una operación de esta magnitud requiere la intervención de varios especialistas, desde traumatólogos a cirujanos plásticos. 

No había consenso entre ellos, pero finalmente, una joven cirujana de guardia llamada Aliseda Pérez Sutilo tomó la decisión de operar. Mientras la conducían al quirófano, una enfermera muy cariñosa le echaba hacia atrás el pelo y le besaba la frente.

Apareció sobre las 4 de la mañana, recuerda el marido, y les dijo que la operación iría para muy largo, siempre y cuando fuera bien. "Si salimos dentro de hora y media o dos horas, es que no hemos podido hacer nada".

En la sala de espera, José Manuel, su hija, su hermana, su cuñada y su cuñado esperaron en vilo. Cada puerta que se abría, cada ruido que escuchaban, les sobresaltaba y les hacía temerse lo peor.

Cerca de las 11 de la mañana del día siguiente, Aliseda volvió a aparecer. Coincidía con el cambio de turno. Primero, los traumatólogos trataron de recomponer la estructura ósea con placas y tornillos. A continuación, los cirujanos tuvieron que recomponer los tres nervios principales que le conectaron, los vasos sanguíneos, los músculos y finalmente, la piel.

La tensión para su familia duró algunas horas más, hasta las siete de la tarde del día siguiente. En menos de 24 horas, María Hernández había pasado de perder un brazo a recuperarlo de nuevo.

Cuando despertó, esperaba ver un muñón pero se encontró con una mano negra en la que relucían unas uñas pintadas de color rosa chicle. La tarde anterior al accidente, unas niñas se habían entretenido en pintárselas con la pintura más chillona que pudieron encontrar en Mercadona.

Luego pasó 33 días más ingresada, hasta el 15 de agosto.

La reconciliación con su brazo

Cuando la llevaban en ambulancia desde la tintorería, los enfermeros no sabían cómo colocarla. Cuando le preguntaban qué le dolía, ella decía "me duele ahí, donde hay nada", apuntando al brazo que le faltaba.

María Hernández, en su casa. Cedida

Aún hoy, tres meses después del accidente, María sigue notando que la mano derecha, que no siente, le pica. Es lo que en medicina se conoce como síndrome del miembro fantasma.

Lo que percibimos, en realidad, no está ahí fuera sino que es construido por el cerebro a través de las señales que nuestro sistema nervioso envía al mismo. Si vemos un pato amarillo de goma sobre la mesa es sólo porque esa es la mejor hipótesis que nuestro cerebro puede elaborar. El cerebro de un daltónico, por ejemplo, cuenta con otras pistas que le hacen ver al pato, pero quizá no amarillo.

Del mismo modo, al perder un miembro, parte de esas señales se pierden pero nuestro cerebro trata de formular de nuevo la hipótesis, y sencillamente, a veces no puede aceptar que un brazo no siga estando, porque aunque los ojos digan que no, algunos nervios siguen insistiendo. Así, gente que ha sufrido una amputación sigue sintiendo a veces dolor, picor o incluso sudor bajándoles por el brazo que perdieron hace años.

Parte de la rehabilitación que está haciendo María desde hace semanas, mañana y tarde, emplea un espejo, ya que reflejando en él la mano útil, la izquierda, puede ver una mano derecha que se mueve, y existen muchas evidencias científicas de que así el cerebro puede aceptar plenamente la nueva situación.

Los fisioterapeutas a veces le dicen "cierra los ojos" y le hacen adivinar qué parte del brazo le están tocando. Antes no lo sentía, ahora poco a poco sí, especialmente cerca de la cicatriz.

Pérez Sutilo le explicó tras la operación las razones que la movieron. "Me dijo que, como mujer joven que me vio, prefería que me viera la mano, aunque fuera sólo para pintarme las uñas o ponerme pulseras", dice. "No sé aún cómo agradecerle esa decisión".

Recientemente hablaron y María le contó que ya se pinta las uñas, que se apañaba para abrir las puertas o encender las luces. La cirujana se emocionó y virtió algunas lágrimas.

Otras veces se siente frustrada, por ejemplo, cuando quiere hacer una comida y descubre que no puede pelar una patata, o levantar de la sartén una hamburguesa que se le pega. El progreso es muy lento, pero la doctora cree que en diez o doce meses logrará hacer la pinza, un mecanismo que desbloquea docenas de actividades cotidianas.

Algunas semanas después de salir del hospital, el matrimonio pasó por Jaén, donde son dueños de otra tintorería. Habían alquilado el piso de la playa y tenían el edredón y la almohada usados por los huéspedes, una almohada de matrimonio que no cabe en una lavadora normal. María le dijo a su marido: "Llévame a la tintorería".

"Abrí mi negocio, subí mi persiana, entré, metí mi almohada con el edredón en la lavadora y la dejé funcionando", dice María. Era la primera vez que se enfrentaba a ella. Su marido masculló alguna frase vengativa dirigida a la máquina. "La lavadora tampoco tiene culpa", le interrumpió ella, "fui una imprudente y metí la mano".

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