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En una época en la que lo "natural" y lo "digestivo" parecen haber ocupado el lugar que antes tenía la etiqueta "light", no sorprende que resurjan productos como el pan dextrinado, envuelto en una mezcla de nostalgia y promesas nutricionales. Aunque pueda sonar a invención moderna de algún nutricionista con inquietudes de influencer, este alimento tiene más de cien años de historia y se le conoce por ser más fácil de digerir, provocar menos gases y reducir el índice glucémico.

Fue ideado originalmente como respuesta a los males digestivos en una era en la que los trastornos gastrointestinales se trataban no sólo con medicamentos, sino también con pan. Sí, pan. Pero no uno cualquiera, sino uno doblemente horneado, alterado químicamente a través del calor para hacerlo más “amable” con el estómago. El pan dextrinado nació con vocación de medicina, no de placer gastronómico, y quizá por eso sigue generando hoy esa dualidad entre quienes lo ven como aliado terapéutico y quienes lo consideran una reliquia innecesaria.

El proceso que lo define es tan sencillo como ingenioso: tras una primera cocción habitual, el pan se somete a un segundo horneado a temperaturas elevadas. Este tratamiento térmico genera la llamada dextrinación, una transformación enzimática y térmica del almidón que convierte los polisacáridos complejos en dextrinas, es decir, cadenas de glucosa más cortas y solubles.

Desde un punto de vista bioquímico, este cambio modifica la estructura molecular del alimento, haciéndolo no solo más digestible sino también más estable y duradero. Algunas investigaciones documentan cómo la dextrinación altera la viscosidad y el comportamiento digestivo del almidón, haciendo que el cuerpo lo procese con menor esfuerzo gástrico. En esencia, el pan dextrinado no es más ligero porque pese menos, sino porque exige menos al sistema digestivo.

Para controlar el apetito

El resultado de este proceso es un pan de textura seca y quebradiza, a menudo comparado con un biscote, pero con una intención más funcional que gourmet. Tiene un sabor suave, casi neutro, y su aroma recuerda a los cereales tostados, lo que refuerza su imagen de “producto saludable”. Esta percepción no es nueva: ya a finales del siglo XIX, el excéntrico Horace Fletcher —famoso por su teoría de masticar cada bocado más de 30 veces— promovía el pan dextrinado como parte de un sistema de alimentación consciente, donde el acto de comer debía ir acompañado de lentitud, atención plena y digestión sin sobresaltos. 

Para Fletcher y sus seguidores, el pan dextrinado no era simplemente comida, sino una herramienta casi filosófica para alcanzar el bienestar físico y mental. Curiosamente, hoy sus teorías encuentran ecos en prácticas modernas como el mindful eating, aunque con menos entusiasmo religioso. En la actualidad, el pan dextrinado suele recomendarse como opción digestiva en dietas blandas, planes hipoglucémicos o incluso regímenes para controlar el apetito. 

La lógica que lo respalda es que al tener un almidón parcialmente hidrolizado, se produce una menor fermentación intestinal, lo cual disminuye la generación de gases y facilita la digestión. Además, al obligar a masticar más y no contener grasas añadidas ni conservantes, puede contribuir a una alimentación más consciente y saciante. Pero estas cualidades, aunque plausibles, requieren matización desde el prisma de la evidencia científica. Lo cierto es que a dextrinación en productos horneados puede reducir moderadamente el índice glucémico, lo que ofrece cierto beneficio para personas con prediabetes o resistencia a la insulina. Sin embargo, ese efecto no es milagroso: las dextrinas siguen siendo carbohidratos, y su impacto glucémico, aunque más lento, no desaparece. 

Este matiz es crucial para desmontar ciertas visiones idealizadas del producto. Este alimento no es bajo en carbohidratos, ni es especialmente rico en fibra o en micronutrientes esenciales, a menos que se prepare con harinas integrales o se enriquezca artificialmente. Su valor nutricional, en términos de calorías, proteínas y lípidos, es muy similar al de un pan común. Lo que lo distingue es su comportamiento fisiológico en el tubo digestivo, más que su composición. 

Precisamente, ese comportamiento también depende de factores individuales, como la salud intestinal del consumidor, la velocidad de masticación, y el contexto general de la dieta. No es lo mismo comer pan dextrinado con una infusión y fruta que acompañarlo de embutidos procesados. En nutrición, el todo casi siempre es más importante que la suma de las partes. También se ha sugerido, con entusiasmo quizá excesivo, que las dextrinas actúan como prebióticos, alimentando a las bacterias beneficiosas del intestino. 

Aquí la ciencia es clara pero menos optimista: no todas las dextrinas tienen efecto prebiótico. Solo aquellas que resisten la digestión en el intestino delgado y llegan íntegras al colon pueden alimentar a la microbiota. Un artículo, publicado en Nutrients, aclara que muchas dextrinas, incluidas las generadas por calor en productos como el pan dextrinado, son absorbidas antes de llegar al colon, por lo que su impacto sobre el ecosistema microbiano intestinal es, en el mejor de los casos, limitado. Así que, si se busca un alimento realmente funcional para el intestino, conviene mirar hacia la fibra soluble de legumbres, avena o plátanos verdes antes que hacia el pan dextrinado.

Y comer despacio

En consulta clínica, algunos nutricionistas lo siguen empleando como recurso útil en dietas de transición tras episodios digestivos agudos o cirugías abdominales. Su textura seca y crujiente obliga a comer despacio, lo que ralentiza la ingesta y facilita la secreción de enzimas digestivas. Para pacientes con dispepsia funcional, por ejemplo, esto puede suponer un alivio. No obstante, no todos los estómagos reaccionan igual: hay personas con boca seca, disfagia o problemas esofágicos que encuentran su textura incómoda o incluso contraproducente. En esos casos, cualquier potencial beneficio digestivo queda eclipsado por las molestias mecánicas que provoca su consumo.

A pesar de todo, este tipo de pan ha encontrado su nicho en un contexto cultural donde la gente busca alimentos que no solo nutran, sino que también tranquilicen. No es casualidad que muchas de sus ventas ocurran en herbolarios o tiendas de productos naturales, donde lo "alternativo" se mezcla con lo "ancestral". Su envoltorio suele evitar los colores brillantes de la industria alimentaria moderna y optar por tonos tierra, tipografías sobrias y descripciones que apelan a la tradición. Todo está diseñado para generar confianza y, por qué no, cierta nostalgia de tiempos más sencillos donde "comer bien" no significaba contar calorías, sino saber digerir sin dolor.

Esto no significa que debamos convertirlo en tótem nutricional ni en panacea de herbolario. Como cualquier alimento, su valor depende de cuándo, cómo y con qué se consuma. Idealizarlo es tan erróneo como descartarlo por anticuado. La ciencia le otorga méritos modestos pero reales: digestión más sencilla, menor fermentación intestinal y potencial reducción del índice glucémico. A cambio, no ofrece milagros: ni cura, ni transforma el metabolismo, ni sustituye la fibra, ni regenera la flora intestinal. Es, simplemente, un alimento procesado con lógica fisiológica, que bien integrado puede sumar.