A finales de los 70, cuando el cambio climático no estaba presente en las conversaciones ni existían contenedores de colores para separar la basura, los movimientos juveniles vieron en la educación ambiental la semilla ideal para hacer florecer la democracia y crearon granjas escuela, que llevan 40 "sembrando" ciudadanos libre pensantes y concienciados.

El origen de la primera que hubo en España, La Limpia (Guadalajara, 1978), ilustra bien el espíritu que impulsó estos proyectos: se montó gracias a un préstamo de los supervivientes de la matanza de los abogados laboralistas de Atocha, entre ellos la exalcaldesa de Madrid Manuela Carmena, que vieron en una nueva forma de educar la mejor herramienta para combatir el fascismo.

Una manera de aprender inspirada en las colonias granadinas que impulsó por Berta Wilhelmi a finales del XIX, en los campamentos de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) o en la Escuela Moderna que promovió en Cataluña Francisco Ferrer Guardia (1901).

Su objetivo: “Que el contacto con la naturaleza crease espacios para la reflexión de niños, les motivase a investigar, a conocer los procesos naturales, y a cuestionar el modelo social y de consumo desaforado que empezaba a imperar”, explica Mariluz Díaz, fundadora y actual directora de otra de las granja escuelas pioneras, Huerto Alegre, creada por ocho estudiantes de la Universidad de Granada en la cercana sierra de La Almijara en 1982.

No muy lejos de allí, en Dúrcal, otro colectivo de jóvenes del barrio madrileño de Baztán-Aluche que trabajaba en actividades educativas y culturales con jóvenes en riesgo de exclusión encontró en un antiguo molino de las estriaciones de Sierra Nevada, el lugar donde poder desarrollar una nueva forma de enseñar que, a su juicio, no habría traído la ansiada transición a la democracia.

“No salimos demasiado entusiasmados de la transición, nuestras pretensiones eran más exigentes. Nos dimos cuenta de que o cambiábamos la forma de enseñar o cambiar la sociedad sería difícil”, explica Josechu Ferreras, fundador de El Molino de Lecrín (1983) y del Centro de Naturaleza El Remolino, en la localidad sevillana de Cazalla de la Sierra (1992).

Granja Escuela Huerto Alegre. EFE/Juanjo Guillén.

Granja Escuela Huerto Alegre. EFE/Juanjo Guillén.

Cambiar la sociedad

A pesar del idealismo de los proyectos, sus socios tuvieron que aprender de finanzas y gestión para constituirse en cooperativas e hipotecarse para comprar y restaurar los espacios que los albergan, que en ocasiones se encontraban en un estado muy precario. Además de habilitar comedores, dormitorios o salas de talleres hicieron brotar en ellos huertos, crearon pequeñas granjas… y fueron abriendo las puertas a sus protagonistas: los niños.

¿Qué hacen, por ejemplo, en su estancia en Huerto Alegre? “Ocuparse de los animales: sacar a pastar las cabras, ordeñar las vacas, dar de comer a las gallinas y recoger huevos; trabajar la huerta; salir al bosque y aprender cómo funciona un ecosistema equilibrado, participar en talleres de ciencia, ecología o de transformación productos, donde hacen queso, mantequilla, mermelada, conservas, jabón, entre otros”, relata Díaz.

Ana Enríquez, que pasó una semana en El Molino de Lecrín a finales de los 90, con 12 años y sin apenas contacto hasta ese momento con el mundo rural, lo recuerda como una experiencia que le cambió la vida: “Yo pensaba que el pan, la carne o los huevos venían del supermercado –ríe-; recuerdo más cosas de las que aprendí aquella semana que en un año de colegio”.

Desintoxicación de pantallas

Granja Escuela Huerto Alegre. EFE/Juanjo Guillén.

Granja Escuela Huerto Alegre. EFE/Juanjo Guillén.

Preguntados por cómo han cambiado los alumnos en estas cuatro décadas, Díaz asegura que los chicos llegan hoy “mucho más motivados. Cuando empezamos apenas había conciencia ambiental, algunos venían y le tiraban piedras a los animales”. 

Ferreras coincide en que “los niños de hoy llegan con mucho nivel”, y ahora el reto es que las granjas sean para ellos “centros de desintoxicación de pantallas”. Y respecto a los padres, “hemos pasado de que vieran estas estancias como vacaciones a querer que salgan siendo ecologistas”, indica.

Han cambiado los temas: “en el año 83 no hablábamos de cambio climático, ni de contaminación de plástico o de renovables, sino de conservación de la naturaleza. La visión de la educación ambiental era sobre todo naturalista, mientras que ahora está más enfocada a la resolución de los problemas ambientales”, añade.

Desafíos

No ha variado, sin embargo, la principal enseñanza que estos centros quieren dejar en los futuros adultos: “La naturaleza está interrelacionada y nada es independiente. La intervención del hombre puede tener en cuenta esos frágiles procesos y protegerlo con formas respetuosas de estar en el mundo, o destruir su equilibrio”, resume la directora de Huerto Alegre.

Tampoco lo ha hecho uno de sus desafíos históricos: llegar a todos los niños, no solo a quienes pueden pagar su estancia (en España, coinciden en que apenas han existido ayudas en esta materia) y que la educación ambiental no sea “una cuestión de voluntaristas convencidos”, sino que esté incluida en el currículo educativo.

Ferreras apunta que es importante también “conseguir que la educación ambiental no se banalice: nuestra labor no es formar activistas, sino dotar a las personas de la capacidad transformar su entorno y su forma de actuar en su vidas cotidiana”.

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