Cuando Sudán del Sur lleva cuatro de sus seis años como país independiente arrasado por la guerra y el hambre, parece frívolo que en el otro extremo del Sudán exista un pedazo de desierto en tierra de nadie que un padre de familia estadounidense ha reclamado para convertir a su hija en princesa, y al que ha asignado el nombre de Reino de Sudán del Norte. La Tierra es así, un planeta de contrastes.

El origen de la historia está en una chapuza colonial. En 1899, la metrópoli británica firmó un acuerdo con las autoridades del Egipto ocupado para controlar el Sudán, a cuyo fin se dibujó una frontera artificial rectilínea siguiendo el paralelo 22 que separaba los territorios egipcio y sudanés.

Pero sólo tres años después, en 1902, el mismo Imperio Británico dibujó una frontera administrativa modificada respecto a la primera para reflejar más adecuadamente los vínculos de las tribus de la región con Egipto o con Sudán. La nueva divisoria arrancaba un bocado de Sudán para Egipto, una zona con forma trapezoidal llamada Bir Tawil, y cedía a territorio sudanés el Triángulo de Hala’ib, que limita al este con el Mar Rojo.

El problema surge cuando Egipto y Sudán, ya como países independientes, no se ponen de acuerdo a la hora de establecer sus confines respectivos. El estado egipcio se acoge al acuerdo de 1899, el de la frontera recta, mientras que Sudán reclama los límites administrativos de 1902. La consecuencia es que los dos estados quieren para sí el Triángulo de Hala’ib, mientras que los mapas oficiales de ambos dejan fuera Bir Tawil. Así, este cuadrángulo de unos 2.000 kilómetros cuadrados y sin habitantes permanentes se convierte de facto en Terra Nullius, o tierra de nadie.

Dos banderas en el desierto

Naturalmente, donde algo no es de nadie, siempre hay alguien dispuesto a pedírselo. A lo largo de los años han sido varias las personas y entidades que han reclamado Bir Tawil, pero la gran mayoría de estos intentos de apropiación indebida han sido a distancia, desde un sillón y frente a una pantalla. Excepto dos.

En 2011, el periodista británico Jack Shenker viajó a Bir Tawil en compañía del cineasta angloegipcio Omar Robert Hamilton. Ambos plantaron en aquel territorio una bandera que habían improvisado en Jartum antes de su travesía por el desierto. Pero en realidad el propósito de Shenker era el de todo periodista en busca de una buena historia, y la posibilidad de llegar a una tierra no reclamada y clavar una bandera lo era. En su crónica para el diario The Guardian, Shenker se apoyaba en su insólita aventura para reflexionar sobre las naciones, las fronteras y la ambición humana del poder. "Bir Tawil no es Terra Nullius", escribía el periodista. "En realidad no existe ninguna zona muerta, detenida en el tiempo y esperando a su captura privada".

Pero por periodísticamente valiosa que fuera la historia de Shenker, en la era de los medios de internet el verdadero reinado es el de los clicks, y nada puede atraerlos mejor que la historia rocambolesca capaz de viralizarse tanto entre los fans de Disney como entre los lectores de la revista Foreign Policy, y capaz de azuzar una agria polémica a mitad de camino entre los dibujos animados y la política internacional. Y para eso tenía que llegar Jeremiah Heaton.

En el invierno de 2014, este propietario de una granja orgánica en Abingdon, Virginia, fue interpelado con una difícil pregunta por su hija Emily, obsesionada con las princesas de Disney como tantas otras niñas de seis años: ¿podré algún día ser una princesa de verdad? "No quería romperle el corazón, así que le dije, sí, por supuesto", relataba Heaton al diario The Guardian. "En ese momento no tenía ni idea de cómo hacerlo realidad, pero no podía defraudarla. Lo decía tan en serio. Sabía que significaba mucho para ella".

Heaton se sentó entonces frente a su ordenador, y acabó llegando a Bir Tawil. Pero no sólo virtualmente: el 16 de junio de 2014, el día en que Emily cumplía siete años, el granjero plantaba su bandera casera en el desértico trapezoide, proclamaba la fundación del Reino de Sudán del Norte, se erigía como jefe de estado y concedía a su hija el título de princesa.

Un cuento de princesas, colonialismo y paraísos fiscales

De ahí, a su perfil de Facebook, y de ahí al mundo entero: algún medio local recogió la noticia, que se propagó a las agencias, los grandes medios y el universo de internet. Pero las reacciones de la comunidad online no fueron las que Heaton probablemente esperaba. Su iniciativa pretendidamente tierna fue de inmediato vilipendiada por quienes opinaban que satisfacer los caprichos más extremos de los niños no necesariamente los hará mejores personas ni más felices, y por quienes se sorprendían de que en el siglo XXI todavía un extranjero blanco pudiera llegar a un país africano, plantar su bandera y adueñarse de él.

Heaton reaccionó rápidamente: apenas un mes después, en julio, ya estaba concediendo entrevistas en las que aclaraba que se le había entendido mal, que los medios no le habían dejado explicarse, y que no se trataba simplemente de que su hija pudiera sentirse como Elsa de Frozen. Había mucho más: lo que en el fondo pretendía con la nación que se ha dado a sí mismo es nada menos que salvar a la humanidad. Claro que era difícil malinterpretar la declaración fundacional de Heaton cuando en ella no había mencionado nada de esto, limitándose a subrayar su amor de padre y su petición de que en adelante todos se refirieran a su hija como "princesa Emily".

Según explicaba Heaton a medios como The Guardian y Business Insider, su propósito es convertir el desierto de Bir Tawil en un vergel en el que se investiguen nuevos métodos de producción de alimentos para satisfacer el deseo expresado por Emily, "alimentar a la gente de África". Pero sus planes no acaban ahí: quiere hacer de Sudán del Norte un paraíso de las energías renovables, de la investigación científica de vanguardia, de la creación de empresas innovadoras y de la libertad digital.

Pero también un paraíso de lo que Heaton llama "libertad financiera": con su propia moneda digital, el Neapcoin, pretende ofrecer "un 100% de anonimato en todas las transacciones", así como "servidores seguros, ubicados en el Reino, libres de interferencias de los gobiernos que no aman la privacidad". "Banca privada en su máxima expresión", añade. Y por supuesto, donde "los impuestos sean prácticamente inexistentes", ha escrito.

Para financiar todo esto, Heaton, que se autodefine como "visionario", agradece las donaciones. Su campaña de crowdfunding en IndieGoGo aspiraba a reunir 250.000 dólares para desarrollar su concepto de nación, pero con el objetivo de amasar nada menos que 505,5 millones de dólares en cinco años. Se ha quedado en algo más de 10.000 dólares.

En cambio, no ha revelado la cantidad por la que ha vendido su historia a Disney para la anunciada producción de la película La princesa de Sudán del Norte, un proyecto sobre el que no parece haber discusión: ha sido unánimemente abucheado en internet bajo acusaciones de racismo y colonialismo, e incluso ha motivado una petición de cancelación en Change.org. Con independencia de cuál llegue a ser el futuro de Sudán del Norte, lo cierto es que el deseo concedido por Heaton a su pequeña Emily se ha convertido en un regalo envenenado.

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