Entre los héroes de la Segunda Guerra Mundial que se jugaron el tipo por salvar judíos el más conocido es -gracias a la película que le dedicó Steven Spielberg- Oskar Schindler, pero no es el único. El diplomático español Ángel Sanz-Briz también merece el mismo o mayor reconocimiento. Y la historia del polaco Rudolf Weigl es realmente extraordinaria.

Este biólogo trabajaba en Leópolis, que hoy en día pertenece a Ucrania. En realidad, había nacido en 1883 en el Imperio austrohúngaro, en la localidad de Přerov (actual República Checa), pero perdió a su padre de niño y su madre se casó con un profesor polaco, así que creció y vivió en Polonia.

Weigl se dedicó a estudiar a los piojos humanos (Pediculus humanus) como transmisores del tifus, que en su tiempo era una de las principales enfermedades infecciosas y provocaba grandes epidemias y miles de muertes. Para conseguir una vacuna tenía que cultivar en el laboratorio la bacteria del género Rickettsia, causante de la enfermedad, pero los medios de los que disponía en aquella época eran muy escasos, así que ideó un ingenioso sistema: se la inyectaba a los piojos para poder trabajar con ella. De esta manera consiguió desarrollar la primera vacuna efectiva contra el tifus, que fue probada con éxito en China en 1936.

Cuando Alemania y la URSS invadieron y se repartieron Polonia en 1939, Leópolis quedó en manos soviéticas hasta que los nazis atacaron a Stalin en 1941. Tanto un bando como otro permitieron que Weigl siguiera con sus investigaciones en el instituto que había fundado y que llevaba su nombre, pero además los alemanes le obligaron a convertirlo en una planta de producción de la vacuna para el Tercer Reich.

Envíos a los guetos

En ese momento comenzó a jugarse el pellejo de tal forma que es considerado un héroe tanto por Polonia como por el pueblo judío. Según cuenta Eugenio Manuel Fernández en su libro Eso no estaba en mi libro de historia de la ciencia, colaboró con el AK, el Ejército polaco de la resistencia, y envío en secreto la vacuna a los guetos de las ciudades más importantes, entre ellas, Varsovia. Buena parte del casi medio millón de judíos que fallecieron en la capital polaca durante la Segunda Guerra Mundial lo hizo por el tifus, pero la vacuna de Weigl contribuyó a salvar a otros muchos, no sabemos cuántos.

Sin embargo, el biólogo realizó también otra contribución extraordinaria. Para salvar a sus propios empleados de la deportación los convirtió en imprescindibles alegando que tenían que alimentar a los piojos. Aquella idea tenía todo el sentido: los piojos humanos se alimentan de sangre humana y mantenerlos con vida era la única manera que tenía Weigl de seguir cultivando la bacteria con la que fabricaba grandes cantidades de la vacuna.

Correas atadas a los muslos

El científico metía en pequeñas cajitas a los piojos y las ataba con una correa a los muslos de sus empleados. Las cajitas tenían los agujeros justos para que pudieran picarles, después se las quitaban de encima y se desinfectaban la herida para evitar contagios. Los empleados del Instituto Weigl, cerca de mil personas, sólo tenían que hacer este curioso trabajo durante menos de una hora al día, pero esto servía de excusa para mantenerlos lejos de los campos de concentración. Eran intelectuales polacos y judíos que probablemente no se habrían salvado de otra forma.

Los nazis le dejaban hacer, porque procuraban mantenerse alejados del tifus por miedo a la enfermedad. Incluso le llegaron a ofrecer la nacionalidad alemana –el alemán era su lengua materna, así que aquello encajaba muy bien con las ideas de los invasores– pero él valientemente la rechazó y afirmó que quería seguir siendo polaco.

Cuando la Unión Soviética recuperó la ciudad en 1944, los rusos cerraron el instituto y procedieron a realizar una terrible limpieza étnica, expulsando a los polacos. Weigl se trasladó a Cracovia, donde siguió produciendo la vacuna durante años. Murió en 1957 y en 2003 Israel le otorgó el título de Justo entre las Naciones.

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