El último fin de la política es gobernar, pero esta maltratada España lleva un puñado de años sumida en un desesperanzador laberinto en el que la oposición es un vergel y el gobierno un desierto estepario. La peligrosa combinación de fragmentación parlamentaria y polarización del voto, que antes rubricaba mayorías, hace imposible gobernar para el interés general porque la gobernabilidad descansa en las esquinas.
Alfonso Fernández Mañueco atraviesa al frente de la Junta de Castilla y León su páramo desolado tras haber sido incapaz de mantener ninguno de los dos ejecutivos de coalición con los que consiguió una estabilidad reñida, coja y exigua. Los gobiernos en minoría son el Atacama de los desiertos por los que puede atravesar un presidente. Mañueco, que ya nos prometió en la última campaña electoral ser un muro contra el sanchismo (a la sombra de Ayuso), debería recuperar ese tono mesiánico que tanto valoran los asesores y que desquicia a los ciudadanos para enfrentarse a su propio desierto de Judea.
Llegados a este punto de la legislatura, Mañueco tiene ante sí tres tentaciones para su secarral ejecutivo. El previsible cambio de liderazgo en el socialismo autonómico frustrará el acercamiento para esa “gran coalición” PP-PSOE que apuntó el moribundo Luis Tudanca permitiendo la aprobación del techo de gasto. Las nuevas órdenes de Abascal, que hacen a Vox tropezar con la misma piedra que les apeó del Consejo de Gobierno y de la utilidad política, también alejan los presupuestos. Así que el desierto se ensancha y parece cada día más lejano el horizonte.
La primera tentación es agotar la legislatura sin aprobar nuevos presupuestos. Las consejerías se están preparando para funcionar con unas cuentas prorrogadas. Una excepcionalidad que, no por repetida, deja de ser una anomalía. Si nos hemos resignado a que las promesas electorales son solo marketing, el único compromiso real que asumen nuestros gobiernos son los presupuestos. Gobernar sin presupuestos es gobernar de lejos y, como dice la canción, no es gobernar. Un ejecutivo incapaz de convertir anualmente en números sus prioridades políticas es un ejecutivo fallido.
La segunda tentación es “hacerse un Sánchez” y mantenerse a través del mercadeo de votos, aceptando cesiones y concediendo inversiones, para que haya presupuestos. Ya sabemos lo bien que los cheques apaciguan al leonesismo, a Por Ávila y a Soria Ya. Y volviendo a escorarse a la derecha para aceptar (o parecer que acepta, como en el último acuerdo de investidura) las consignas radicales de Vox. Sanchismo empobrecedor a manos llenas. Agua para hoy y sed para mañana.
La tercera y última de las tentaciones es convocar elecciones a principios de 2025. Es la más bíblica de las tres porque, igual que el diablo le dijo a Jesús desde un monte muy alto: “Todas estas cosas te daré”, Mañueco ya comprobó en 2022 que la codicia no es buena consejera. Esto no es Madrid, ni él es Ayuso, y no están las encuestas para mayorías absolutas. Es la más murmurada de las tres desde hace meses, reforzada por los guiños electoralistas y de precampaña que ha ido dejando como miguitas la Junta.
Todas esas tentaciones son espejismos. Mañueco es todos los presidentes y alcaldes de una política yerma que no transita por el desierto porque se convirtió en un cruel desierto en sí misma. En una España sin mayorías los ejecutivos han dejado de gobernar (o gobiernan bastante poco). Se conforman con estancias burocráticas (y bien pagadas) en el poder, que renuevan con suerte cada cuatro años.