Cuando llegó aquel 15 de marzo de 2020 las previsiones eran halagüeñas. Estaríamos confinados una semana, máximo dos. Finalmente, no fue así. Las prórrogas eran quincenales y llegamos a estar 100 días encerrados en nuestra propia cárcel de pladur.
Todas las personas que vivían en soledad lo tenían un poco más difícil. No tenían con quién compartir su tiempo, muy a pesar de los avances tecnológicos que, aunque permitían videollamadas grupales, conferencias, jugar al parchís con tus amigos o ver a tu madre haciendo un cocido, nunca podrían suplir un beso o un abrazo de un ser querido diciéndote que todo iba a ir bien.

Para mí no fue fácil. Soy una persona solitaria que paradójicamente necesita socializar, al menos lo que no necesita es que le prohíban hacerlo. Si elijo la soledad es por voluntad propia, no impuesta.

Los primeros días pasaron rápido, incluso fueron amenos. Maratones de series combinadas con teletrabajo, deporte ¿indoor? y alguna llamada que otra.

Pero poco a poco esa condena se empezó a hacer insoportable. Los días se mezclaban con las noches. Los horarios eran extravagantes y desordenados.

Empezaba la apatía y la desidia.

Pero allí estabas tú. Mi pequeño ángel. Si no hubiese sido por ti no hubiera sobrevivido.

Si tú, mi gran amigo peludo. Mi compañero de vida y de aventuras. Tú estabas junto a mí para acompañarme en este camino tedioso.

Cuando me mirabas, con esos ojos negros que mostraban un amor puro e incondicional reclamándome comida, una caricia o salir a dar un paseo, conseguías sacar esa sonrisa que tanto me estaba constando y que tanto necesitaba.

Tus necesidades fisiológicas fueron un bote salvavidas para mí.

Me crearon unas obligaciones que actuaron como un potente antidepresivo.

Gracias a ellas, mejoraba mis horarios, creaba rutinas, me aseaba y salía contigo a ver la ciudad desierta que había dejado esta enfermedad.

Tú también lo sentías. Yo notaba tu nerviosismo al no ver en los parques a los niños o a tus amigos del barrio.

Las noches eran el peor momento, se escuchaba el silencio. Y era ensordecedor. Cuando salíamos a pasear, la calma reinaba de tal forma que nos transmitía más miedo y ansiedad que tranquilidad.

Pero nos teníamos el uno al otro. Y eso reforzó nuestro vínculo. Yo aprendí a valorar las pequeñas cosas del día a día como tú haces. A disfrutar como tú lo hacías. Volví a jugar como un niño contigo, sin pensar en el tiempo y en las obligaciones. Solo estábamos tú y yo.

Cada vez me separé más de las tecnologías, porque solo me creaban frustración y desesperanza, acercándome mucho más a ti. No quería llamadas grupales, ni juegos online, solo disfrutaba con tu aliento y cercanía.

Quien tenga en su vida un amigo tan especial como tú, entenderá estas palabras y no las considerará exageradas o absurdas.

Sois tan importantes para vuestros compañeros humanos, que incluso salváis vidas.
A mí me la salvaste, pequeño Newton. Y te estaré eternamente agradecido. No sé si tú llegarás a comprender cuál importante fue tu labor, pero yo tengo muy claro que si no hubiese sido por ti podría haber perdido la cabeza.

Solo puedo darte las gracias por ese amor incondicional que me das y por cómo me miras cada vez que llego a casa cansado de un día largo de trabajo.