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Sánchez, Puigdemont y el aceite a precio Louis Vuitton

Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados.

Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados. Reuters

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Comentaba con sorna el otro día, en una de esas cenas íntimas de barbacoa, buenos amigos y cierra España, que en 2024 compraremos aceite de oliva virgen extra en Louis Vuitton. O que en Gucci, por compras superiores a mil euros, regalarían una monodosis de aceite para salir al paso. Reímos, candorosos, probablemente esquivando que aquello pronto no distaría mucho de la realidad.

Una verdad que a propósito es ignorada por Sánchez y el fugado Puigdemont, que desaforadamente andan troceando España y decidiendo quién se queda con Hacienda y quién con el Poder Judicial. Las cenizas que pronto serán el Estado de derecho y la Constitución, como eso les da más bien igual, zafiamente las tirarán al contenedor donde bien cabe el castellano como lengua común y vehicular o el clamor de esos españoles cuya cesta de la compra pronto se cotizará a precio Chanel. O directamente de Rolex, si además frecuentan la gasolinera al no poder permitirse un automóvil eléctrico de cierta dignidad.

Pero a Sánchez, que ahora incluso ríe con la situación ("lo siento, pero habrá gobierno socialista"), con tal de quedarse cuatro años más habitando la Moncloa, es capaz de nombrar a Puigdemont Rey de España, de los Ándalos y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Padre de Dragones. O de leer su discurso de investidura enteramente en catalán, aunque moteado de vasco y salpimentado de gallego, para que ningún otro socio de la macedonia electoral, véase el PNV o el BNG, se le ocurra no votar a su sanchidad.

¡Cómo iba Sánchez a permitir que gobernara el programa electoral más votado en las urnas! Si los escaños que de nuevo le separan del palacio presidencial fueran de Falange Española de las JONS, reconocería Pedro sin pudor la labor histórica de un José Antonio que nos anunciaría "vital" o "digno de idolatrar".

Como diría que ETA, si así Bildu se lo pidiera, fue parte de un conflicto político que se entendió mal y, ya embarrado, acabó en cruentas muertes de un puñado de inocentes. Y que Josu Ternera, a saber, lleva mucha razón en el documental de Jordi Évole cuando dice eso de que "bien sabían los guardias civiles lo que hacían al anunciar que daban todo por la patria". Lo que sea a fin de no regresar a Caja Madrid.

Y a esta compleja situación sólo le puede hacer frente un Partido Popular unido, pactado con Vox por mera cortesía y coincidencia en el antisanchismo, y hasta que el centroderecha se reunifique en torno a las siglas genovesas. O sea, el PP de Felipe II, el partido liberal perdido entre los complejos del último decenio al que no le debe importar si habla Ayuso, Feijóo, Rajoy, Aznar, Almeida o incluso Cayetana Álvarez de Toledo, porque todos habrían de invocar la nación de ciudadanos libres e iguales, que no es otra cosa distinta a una párvula garantía constitucional: igualdad de todos los españoles ante la ley para permitir que convivan juntos los distintos, nacidos en Cataluña, en pleno Valladolid o a orillas del Guadalquivir.