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El grito

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Honduras es un pequeño país centroamericano, con una extensión poco mayor que la de Castilla y León, en el que residen 9 millones de personas, de las cuales 2/3 viven en condiciones muy precarias. Se trata de uno de los pocos países que en 2017 incrementó el porcentaje de habitantes viviendo bajo el umbral de la pobreza, pasando del 62.8% al 64.3%. Lo más grave para esos dos tercios de su población es que, en la mayoría de ocasiones, la vulnerabilidad material está asociada a una violencia extrema que ha convertido a Honduras en uno de los países más inseguros del mundo. 

Supuestamente, según cifras oficiales, los homicidios han bajado de 86 a 42 por cada 100.000 habitantes en los últimos 7 años (en España esta tasa es del 0.7%). Aún concediéndole credibilidad a estas cifras, siguen siendo las de un país en guerra, con barrios enteros sometidos a la extorsión de las maras y rutas de tráfico ilegal de drogas controladas por mafias del crimen organizado, que alimentan un ejército de sicarios, al tiempo que mantienen conexiones con grupos de poder político y financiero.

No solo es uno de los países más violentos del mundo. Está también entre los cinco más vulnerables al cambio climático a pesar de lo cual registra, según Global Witness, el mayor número de ambientalistas asesinados per cápita del mundo: 120 en los últimos diez años.

En este país en el que aconteció el primer golpe de Estado continental de este siglo, las elecciones han sido secularmente cuestionadas. Pero las celebradas el pasado noviembre supusieron tal cúmulo de irregularidades que dieron al traste con cualquier resquicio de institucionalidad democrática. La consecuencia es un presidente reelegido y deslegitimado, que, en su primer mandato, llegó al poder tras esquilmar el Seguro Social para financiar su campaña. Y una oposición que, enredada en sus propios errores de cálculo, consintió en que se cambiara la Constitución y acabó sucumbiendo bajo el peso del poder real y el caos postelectoral.

Y es que Honduras, históricamente, se ha caracterizado por una clase política voraz y un Estado secuestrado por un pequeño grupo de familias, que anula toda libre competencia y utiliza los recursos públicos en beneficio de sus negocios, cada vez más lucrativos.

En este país, cada día salen “mojadas” 300 personas con el objetivo de llegar a los Estados Unidos y cambiar su suerte. Arriesgan su vida por separado y se juegan su sueño a una carta que demasiado a menudo acaba en tragedia. Una industria criminal ha crecido en torno a la necesidad de los migrantes y deja a diario un rastro tenebroso de secuestros, muertos, extorsiones y violaciones. Quizás sea el deseo de burlar esas trampas del camino, lo que motivó el pasado día 13 de octubre a 2000 personas a acudir a una convocatoria insólita. En San Pedro Sula iniciaron una marcha singular en la que hay niños, ancianos, mujeres embarazadas y lisiados, y a la que se han sumado otros centroamericanos.

Poco importa ya, con la marcha en territorio mexicano, quien la organizó y como se organizó. Atrás han quedado las especulaciones sobre quien está detrás de este movimiento y cómo defensores y detractores  lo está capitalizando. Preocupa obviamente la manipulación que unos y otros, dentro y fuera de Honduras, hacen del acontecimiento, incluido el propio Trump, que pudiera salir fortalecido de este trance. Pero lo llamativo, ahora que la bola de nieve ha crecido, es el grito que esa marcha representa. Un grito de angustia y desesperación que ha tomado vida propia.

Es el mismo que se produce desde hace décadas con cada migrante que toma el camino. La diferencia ahora es que se escucha. Un país en que miles de personas al unísono se lanzan a caminar para dejar atrás la miseria y la inseguridad, con similares posibilidades de llegar a su destino que las de cruzar el mar rojo, refleja algo más que una crisis migratoria o una jugada política. Simplemente se trata del país ante su espejo: Honduras se ha convertido en un gigantesco campo de refugiados y, para miles de ciudadanos cada año, en campo de exterminio. 

Los obispos han hablado de la necesidad inminente de un nuevo pacto social. Otros exigen la salida de un presidente que consideran ilegítimo. Lo que parece evidente es que algo sustancial tiene que cambiar en Honduras para que la miseria material y moral deje paso a una vida digna. Y en esta tarea, la actual clase política parece más parte del problema que de la solución.

La comunidad internacional está obligada, de una vez por todas, a poner sus ojos en este triángulo centroamericano al que el narcotráfico ha terminado por dar el golpe de gracia definitivo. Un territorio por el que transita el 80% de la cocaína que se consume en Estados Unidos, calcinando a su paso todo lo que toca. Es obvio que hay responsabilidades compartidas en este despropósito y debiera haberlas también en su solución.