Hay una canción de La Costa Brava que dice: "Adoro a las pijas de mi ciudad (...) Hasta el más cínico puede apreciar la belleza de las cosas simples". Yo lo hago.

Me divierte bastante la guerra de las niñas bien, me enternecen sus graciosas cuitas. Son como gatos hermosísimos panza arriba, peleándose con un ovillo de lana mientras el destino está de su parte. El aburrimiento las mata. La vida hay que llenarla de eventos.

Son agitadoras a su manera acolchada. No se juegan nada de verdad, nada urgente, nada material. Reclaman cosas que no entienden, cosas grandes e inconclusas, conceptos de brocha gorda como "justicia" o "libertad".

En las manifestaciones gritan mucho con sus timbres de voz aniñados y a veces les sale un gallo y entonces les da igual perder la elegancia. Ahí es cuando más me gustan, cuando más radiantes se me muestran, tan núbilmente rebeldes, tan toscas y pizpiretas. Son fierecillas. No tienen miedo a la muerte. 

Pero ellas saben, y yo sé, que después del zafarrancho en Ferraz, que es más ocio que otra cosa, las espera la montería del sábado con papá y la chimenea calentita y la pulserita que pidió envuelta en un paquete ("no me lo creo, ¿en serio?, no hacía falta, jo, me encanta, bua, me encanta. Si me la iba a pillar yo la semana que viene") y el beso casto del novio que ya es prometido y el brunch con las niñas de la uni y esa extenuante cultura de champán que al sudar copa abajo erosiona, como si fuera la gota malaya, el cráneo de los feos, de los pobres, de los tristes, de los vulgares, de los desgraciaditos, de los parias de la tierra que nunca dormirán con ellas. 

Yo he comprobado que nadie tiene más energía por la mañana que una pija.

Verdaderamente se comen el mundo.

Se duchan con ganas y se embadurnan en cremas y si las tocas a veces resbalas y caes directamente en el sumidero mientras ellas escuchan música en sus airpods y los colores les combinan como en la paleta de dios.

Van contentísimas sabiendo que otro día más tendrán suerte y gracia y colchones de Hästens donde ir a parar suavemente si la jornada se pone perra o el taxista no las llama "señorita". Nunca tienen insomnio. La ansiedad la performan porque está de moda. 

Madrugan mucho y siempre llegan a tiempo porque todas las horas son suyas. Van espídicas, maqueadas, veloces. Se implican. Contestan, apasionadas, por los grupos de WhatsApp. Te cuentan historias de su perro o alguna avería de su coche.

A veces se quejan un poco con tonito lastimero porque hay que quejarse para que parezca que uno está cansado. Ellas no lo están. Ellas son la fuerza.

Por la calle las distingues porque sus melenas se mueven distinto, como si le hubieran vendido el alma al aire. Desplazan el viento y te envenenan con sus perfumes caros. Son ángeles fatales. Aman duro y olvidan enseguida. 

Lo pasan fatal con cualquier memez y lloran sin lágrimas, colocando con dignidad la punta del dedo en el bordecito del ojo para hacerte ver que están frenando un río. 

Son emprendedoras. Tienen ideas que nunca ejecutan con dinero propio.

"Cuántas veces disfruto al verlas bailar / esos ritmos latinos / o las sevillanas con esfuerzo aprendidas / para no ser menos / no es sólo la ropa que pueden comprar / brillan por sí mismas / y cuando el buen tiempo las viste de estreno / cortan el aliento", dicen los chicos de la banda. 

Es verdad. Las pijas de mi ciudad no tienen compás, ¿para qué les haría falta? Con sus uñitas malva mueven el tiempo.