Es sintomático que en un año tan movido en lo político, tan corrosivo para la Constitución, el mensaje del rey haya sido el segundo menos visto desde que tenemos datos (1992).

Es sintomático, sí. Pero ¿de qué?

He leído que algunos periódicos achacan estos números (audiencia media de 6.044.000 espectadores y una cuota de pantalla del 64,1%) a que la población española le ha dado la espalda al televisor.

Y es verdad que 2023 ha sido el año con menor consumo histórico de televisión generalista en nuestro país.

El rey Felipe VI durante su décimo discurso de Navidad en Zarzuela.

El rey Felipe VI durante su décimo discurso de Navidad en Zarzuela. Casa Real

Pero no es menos cierto que la concentración de televidentes del pasado 24 a la hora del discurso de su majestad (9.434.000) fue muy similar a la de años anteriores. 10.393.00 en 2022, 10.099.00 en 2016 o 9.664.000 en 2004.

Por tanto, el bajo consumo catódico general sería sólo un síntoma más. Pero no la enfermedad que explica los achaques del regio discurso.

Para que se hagan una idea, la visita a El Hormiguero de Isabel Pantoja en 2017 reunió en torno a la pequeña pantalla a 7.783.000 españoles (1,5 millones más que el mensaje real). La entrevista de este año de Pablo Motos a Alberto Núñez Feijóo hizo una cuota de pantalla del 25,9%.

Entre la cantidad de receptores de las palabras de la tonadillera sevillana y las del monarca hay toda una población de Barcelona de diferencia. Para más inri, a la Pantoja sólo se la pudo seguir por una cadena (Antena 3), mientras que al Borbón, en Nochebuena, se le pudo ver hasta en treinta canales.

Fue en La 1 de TVE donde más eco encontró el alegato en defensa de la Constitución del rey, con un 22,6% del share. 3,3 puntos por debajo de la aparición del líder del PP en Antena 3.

Dados estos números, y para tratar de arrojar un poco de luz sobre el motivo de que la estocada real haya pinchado en hueso, cabría comparar la situación política actual con la de 2016, cuando el monólogo del monarca tocó suelo, con una audiencia media de 5.822.000 espectadores y una cuota promedio de pantalla del 57,6%.

La única similitud reseñable entre 2016 y 2023 es que ese año también hubo elecciones generales en verano. Si bien Mariano Rajoy fue investido entonces el 29 de octubre. Pedro Sánchez logró los votos necesarios el 16 de noviembre.

125 días tardó en conseguir los apoyos suficientes el líder del PP. El actual mandamás del PSOE ha negociado su investidura durante 116 jornadas.

¿Quiere decir esto que la baja audiencia del discurso real se debe a un hartazgo o a un empacho político?

En buena medida, y pese a que los mensajes del rey más vistos fueron el de 2017 (referendo catalán) y el de 2020 (Covid-19), sí.

Añadan al cóctel un tercio de la ya citada desafección general ante la televisión y dos gotas de lo que sigue:

1. Sí, Felipe VI aburre. Y esa es muy buena noticia para la democracia. De tan perfecto, no tiene nuestro monarca ese morbo de su padre, Juan Carlos I, cuya lengua podía engarrotarse entre el "orgullo" y la "satisfacción" de una noche previa toledana.

2. Tampoco tiene Felipe VI el rehusar ante el comienzo de una palabra, como le pasaba al británico Jorge VI.

3. El rey Felipe no es Churchill arengando a las tropas desde la BBC ni el Cholo Simeone motivando a los suyos en el vestuario antes de salir a jugar una final de Champions.

4. Tampoco tiene el jefe del Estado la capacidad persuasiva y la cintura de la reina Letizia, que demostró hace apenas 48 horas sus dotes oratorias junto a los Gomaespuma: "Somos unos lechones".

5. Ni siquiera goza del privilegio de lo novedoso, de lo que ahora tiene el monopolio su hija Leonor, la princesa de Asturias. Él ya gastó esa bala en 2014, su primer mensaje navideño, cuando la audiencia le premió con una media de 8.239.000 y un 73,4% de cuota. Unos datos que don Juan Carlos no alcanzaba desde 2008.

Todo esto me lleva a concluir recordando un pasaje de la novela de Javier Marías Mañana en la batalla piensa en mí. El protagonista de la historia, Víctor Francés, un negro literario, es llevado ante El Único (trasunto del monarca español) para prestarle sus servicios literarios.

El Único le cuenta a Francés que ha recurrido a novelistas, periodistas, poetas y guionistas para que le escriban sus discursos, pero que sus palabras nunca han calado.

Pero el problema en la novela no son los textos, sino quien los pronuncia. Ya se los podría redactar Woody Allen, que seguirían sonando a salmodia dominical.

Este rey de la novela de Marías quiere ser recordado por la historia, para bien o para mal, por una sola cosa: quiere dejar huella. Afortunadamente, nuestro Felipe VI no es un egoísta, como el personaje de Mañana en la batalla piensa en mí.

Gracias, majestad.