Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión Libro Primero, Camino del 36

Visitando el rastro

(22 de diciembre de 1935, domingo)

22 diciembre, 2015 03:30

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Resumen de lo publicado.-Pepe Mañas es interrogado por la policía sobre el paradero de su amigo Ángel Navarrete, el último de los atracadores que queda por detener. Una carta dirigida a la Dirección General de Seguridad revela las debilidades de los socialistas.

-No se me pierda. Es por allá, señor Aversencq…

A medida que se aproximaban a Cascorro la gente parecía más miserable y peor arreglada. Por la calle circulaban automóviles y burros. Los perros, en libertad, rebuscaban por el suelo restos de comida y se cruzaban con niños colilleros. Iban y venían mozos de cuerda cargados como bueyes y algunos buhoneros vendían sus mercancías en una de las cuatro calles que convergían en la plaza donde reinaba, sobre su pedestal, el héroe de la Inclusa y su lata de gasolina. De allí arrancaba, por Ribera de Curtidores, el Rastro en larga vertiente, con un cielo bajo, acostado de fondo.

- Esto es el tapón del Rastro. Pero lo bueno está abajo –indicó Ramón. Su acompañante era un hispanista francés -. Sígame.

- Avec plaisir –exclamó el francés, agarrándose el sombrero.

Se veía el archipiélago de puestos que se sucedían por la Ribera y a lo lejos, abajo, en lo hondo, unas lomas peladas y un lejano solar de tierra. Por todas partes había tenderetes armados con maderas y telas sucias, y tiendas cubiertas de harpilleras. Las casas a los lados eran grandes y casi aldeanas, con balcones estrechos donde colgaban camisetas, calzoncillos y bragas, rematadas por las buhardillas más roñosas de los madriles, de esas que había que bajar la cabeza para entrar, con ventanas minúsculas y mil problemas de goteras. Las dividían bocacalles estrechas y empinadas por las que lo mismo se podía ver una iglesia a cuya tapia los miserables esperaban la sopa boba, que una fábrica o un matadero de cerdos.

-Mire las mujeres de esa trapería, con el pañuelo en la cabeza, escardando retales. O ese taller de marmolista con esculturas lechosas de niños… ¿No le parece un espectáculo magnífico?

Se sucedían tiendas de ultramarinos, panaderías, carpinterías, tabernas, libreros, cacharreros, prenderías. Ramón, aficionado a lo pintoresco, iba señalando todo, entre rostros dramáticos, llenos de manchas vinosas y erupciones, de pelajes absurdos y bigotes casi animales, y un olor a calle, sudor y fritura. La mayoría de los hombres vestían de oscuro, con chaleco y gorra.

-Esos son los aborígenes del país. Perezosos que no abren hoy y prefieren esto y la taberna a la iglesia. Y mire qué mujeres tan estropeadas, ¿no le parecen asombrosas? –se extasiaba Ramón.

Su interlocutor asentía, aunque más que las viejas, le llamaban la atención las jóvenes coléricas y malhabladas, remedos goyescos de Carmen, de perfume rudo y con ojos de pedernal para cualquier varón. Y lo más característico eran los niños desdentados, de mejillas sucias y piernas torcidas. Chavalitos o golfillos que jugaban sobre piedras que cuadriculaban con tiza como tableros de ajedrez o que escarbaban en la tierra, para hacer fogatas, injuriándose unos a otros.

-¡Esto lo describo todo en mi libro, amigo François! ¡Lo tiene usted que leer! ¡Se lo regalaré a usted la próxima vez que pase por el Pombo! ¡Quienes me conocen dicen que es mi mejor obra, la que más redonda me ha quedado, y la que tiene más vida! ¡Hasta Gutiérrez Solana me la envidia!

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