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LA DEMOCRACIA A EXAMEN

Democracia de nueva ola

El futuro de la geopolítica está cambiando de manos con la irrupción de un nuevo grupo de líderes globales en la escena internacional.

22 octubre, 2017 02:10

La propagación global de la democracia, un regalo de Occidente al mundo, tendría que haber propiciado la elección de líderes liberales favorables a Occidente. Sin embargo ha dado paso a la elección de una oleada de mandatarios con mano de hierro, muchos de los cuales están lejos de los principios occidentales. Es el caso de Shinzo Abe en Japón, Rodrigo Duterte en Filipinas, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Narendra Modi en India y, echando la vista un poco más atrás, Vladimir Putin en Rusia. También puede ser incluido en esta lista Xi Jinping. El líder chino surgió de un proceso político salvajemente competitivo en el seno de un Partido Comunista con 80 millones de afiliados.

El ascenso de estos líderes puede abrir un nuevo capítulo en la historia. Desde hace doscientos años, Occidente ha dominado el panorama internacional, incluso en la era poscolonial. Sin embargo, sus errores han sido la gasolina para el antioccidentalismo de líderes como Erdogan o Putin. Mientras retrocede el poder de Europa y de EE.UU. está teniendo lugar una resurrección global de posiciones contrarias a Occidente. Incluso líderes prooccidentales como Shinzo Abe o Narendra Modi está afirmando sus identidades no occidentales.

Europa ha humillado a Turquía durante décadas. Con Mustafa Kemal Ataturk, el país tomó la decisión audaz de abandonar la esfera islámica para unirse al mundo occidental. Miembro de la OTAN, intentó adherirse a la Unión Europea ya en 1987. Mientras países más pequeños como Eslovaquia, Letonia o Estonia fueron admitidos, la petición de Turquía fue desatendida. Este rechazo socavó la posición política de los turcos prooccidentales laicos de la zona de Estambul, tachados de débiles e ineficaces ante los insultos europeos.

La elección de Erdogan en 2002 fue fruto del profundo deseo del pueblo turco de contar con un líder capaz de plantar cara a Europa. Su mandato vino legitimado y acompañado por un crecimiento económico sólido y sostenido. Pero su popularidad terminó precipitándose a la misma velocidad -ganó por la mínima el referéndum de abril de 2017- a la que crecía su poder político. Erdogan ha tenido y tiene la capacidad de diseñar el futuro de Turquía desplazando a un segundo plano el pasado secular del país y recuperando y haciendo más visible la identidad islámica.

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En el caso de Rusia, la humillación sufrida fue incluso mayor que la de Turquía. La disolución unilateral de la Unión Soviética capitaneada por Mijaíl Gorbachov fue un inesperado regalo geopolítico para Occidente, en especial para EE.UU. La Rusia que ha permanecido es una pequeña carcasa de lo que fue su antiguo imperio. Tras ganar la Guerra Fría sin disparar un solo tiro, Occidente debería haber sido inteligente para seguir la sabia recomendación de Churchill: “En la victoria, magnanimidad (grandeza)”. Pero se hizo exactamente lo contrario. Contraviniendo las garantías implícitas dadas a Gorbachov y a los dirigentes soviéticos, Occidente decidió expandir la OTAN para incluir a antiguos países miembros del Pacto de Varsovia, avergonzando así a los rusos en un momento en el que su territorio geopolítico se encogía. Esta humillación supuso un inevitable revés.

Tras la elección de Putin en el año 2000, Occidente amenazó con extender la Alianza Atlántica hasta Ucrania, incluso llevando la contraria a hombres de Estado como Henry Kissinger o Zbigniew Brezinski, que desaconsejaban ese movimiento. Sus advertencias fueron ignoradas y Putin no tuvo otra opción que anexionarse Crimea, que fue parte de Rusia entre 1783 y 1954. Incluso Gorbachov, un prooccidental,  apoyó al presidente ruso en esta decisión, aduciendo que el referéndum en Crimea demostró que “la gente quería realmente volver a Rusia”. Un 95,5% de los votantes votó por unirse a Rusia.

El episodio de Crimea demuestra que hay un límite de humillación que una nación es capaz de asumir. La decisión de Putin fue un reflejo de la voluntad del pueblo ruso. Querían un hombre de estado sólido que fuera capaz de hacer frente a Occidente. Y Putin demostró serlo invadiendo Crimea y prestando su apoyo a Bashar al Assad en Siria. No hay ningún santo en el juego de la geopolítica; si Occidente hubiera optado por respetar a Rusia en lugar de humillarla, quiza Putin no hubiera llegado nunca al poder.

Por lo que respecta a Japón e India, no han sufrido afrenta alguna en los últimos tiempos. De hecho, ambos se han acercado geopolíticamente a EE.UU. desde el auge de China. Pero incluso en estos países existe un claro deseo de apoyar a líderes fuertes con capacidad para realzar la identidad de la nación. Exteriormente, Shinzo Abe es un líder prooccidental, en especial cuando viste traje y corbata. De puertas para dentro, sin embargo, es un ferviente nacionalista japonés. Su abuelo Nobusuke Kishi fue acusado de ser un criminal de guerra de clase A tras la Primera Guerra Mundial. Abe cree que fue acusado de manera injusta. El primer ministro japonés también permitió a sus compañeros del Parlamento una visita al polémico santuario nacionalista de Yasukuni, ganándose por ello la ira de China y Corea del Sur.

Por fuera, Abe se mantiene deferente hacia EE.UU. Internamente, está deseando liberarse de sus grilletes geopolíticos. Por ejemplo, cuando EE.UU. y Europa se empleaban a fondo en aislar a Moscú, Abe trabajó entre bambalinas para tratar de cerrar un acuerdo secreto con Putin, en abril de 2013, sobre las disputadas islas Kuriles, un territorio que Rusia controla desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Por su parte, Narendra Modi y su poderoso ascenso al tablero global ha puesto de manifiesto que India ya no es un actor secundario. El primer ministro indio se ha desecho de muchas prendas occidentales de las que el establishment del país acostumbraba a presumir. A pesar de la estricta agenda que mantuvo durante su primera visita oficial a EE.UU. en septiembre de 2014, Modi ayunó nueve días para cumplir los rigores del ritual de Navratri. El primer ministro de la India no acostumbra a vestirse con ropa occidental y se expresa casi siempre en hindi. Su apoyo a algunas de las voces más contundentes de la derecha, incluyendo la del ministro principal del estado de Uttar Pradesh, Yogi Adityanath, es preocupante. Pero Modi no es un demagogo sino un pragmático nacionalista centrado en el crecimiento económico. Tiene claro que la tendencia es que el mundo camina hacia un G3 en el que India se está ganando un lugar junto a EE.UU. y China.

Mientras tanto, el presidente chino Xi Jinping se mueve en un entorno político bien distinto al de Shinzo Abe o Narendra Modi, aunque los tres comparten cierta afinidad cultural: todos profesan una profunda confianza en sus respectivas identidades nacionales. Hace 100 años, los mandatarios de China, India y Japón llamaron a sus pueblos a dar un paso al frente y emular a Occidente. Voces como las de Sun Yat-sen en China y Raja Ram Mohan Roy en India subrayaron la necesidad de ser un reflejo de ese primer mundo. Hoy, ese pensamiento no tiene cabida en los planes de Shinzo Abe, Narendra Modi o Xi Jinping. Todos ellos están reclamando a sus conciudadanos que no olviden su propia historia.

A medida que más y más países se desprenden de su sumisión a Occidente, la incesante resurrección de líderes nacionalistas de mano dura es inevitable. Nuestro futuro geopolítico depende probablemente de esta democracia de nueva ola.

*** Kishore Mahbubani ha prestado sus servicios al cuerpo diplomático de Singapur durante 33 años. Es el decano de la Escuela de Política Pública Lee Kuan Yee de la Universidad Nacional de Singapur y autor de ‘La gran convergencia: Asia, Occidente y la lógica del mundo único’.

© 2017 Kishore Mahbubani. Distributed by The New York Times News Service & Syndicate.

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