Retrato de Blanca Varela por Mariella Agois en la década de 1970. © Casa de la Literatura Peruana

Retrato de Blanca Varela por Mariella Agois en la década de 1970. © Casa de la Literatura Peruana

Poesía

La poesía completa de Blanca Varela: el hombre es un extraño animal

La autora peruana que vivió el París existencialista de los 50 plasmó en su poesía las dos caras de la vida a la vez: fracaso y belleza, penuria y milagro.

6 abril, 2024 02:07

Sucede algo muy peculiar en la poesía de Blanca Varela (Lima, 1926-2009) desde sus primeras manifestaciones. Y es que su naturaleza felizmente libérrima, el amplio margen de maniobra expresivo que siempre se concede, convive con el don para el verso y la imagen memorables, la sensación para el lector de que eso debe decirse así y no de otro modo.

Lo que en un principio puede parecer extraño o sorprendente, en línea con su aprendizaje en los caladeros de la vanguardia, se vuelve en su voz irrevocable, como algo dictado por la necesidad interna o el desarrollo mismo de la escritura.

Poesía completa

Blanca Varela

Visor, 2024
350 páginas. 20 €

Desde su primer libro, Ese puerto existe (1959), que recogía diez años de trabajo, la poesía de Varela fue un viaje en espiral por un puñado de obsesiones que asediaba —interrogaba— con una palabra cada vez más estricta y nodular. Lo curioso, insisto, es que este despojamiento fue siempre de la mano de una gran apertura verbal, sin atajos ni rutinas empobrecedoras, sin automatismos de ninguna clase.

Esta Poesía completa recoge los ocho libros que integran esta obra (hasta El falso teclado, del 2000) más siete poemas sueltos publicados en revistas. Un solo hilo atraviesa estos cincuenta años de producción creativa, y es una concepción lúcida de la existencia como lugar simultáneo de fracaso y belleza, penuria y milagro, daño y alegría. Como escribe en “Canto villano”, “y de pronto la vida / en mi plato de pobre / un magro trozo de celeste cerdo / aquí en mi plato / […] un cielo rebosante / en el plato vacío”.

En los poemas de Varela la moneda de la vida cae a la vez sobre sus dos caras, no hay una sin otra, y en esta fidelidad de ojos abiertos se cifra el inmenso coraje y la vulnerabilidad de su propuesta.

Varela vivió el París existencialista de la década de 1950 y en su caso el legado de libertad del surrealismo convive con los ecos del cuerpo doliente de Vallejo y una visión agónica del tiempo que no tarda en abrirse a la piedad y la empatía con otros seres —los niños, los animales indefensos— para mitigar su angustia existencial. Poemas como el memorable “Ternera acosada por tábanos” (vale la pena escuchar la grabación de la Residencia de Estudiantes y conocer la anécdota detrás de su escritura) o “Conversación con Simone Weil” son explícitos a este respecto. “No estoy en el sitio de mi alma”, escribe, y el verso evoca en toda su congoja metafísica la imagen del “ser desacomodado” de El rey Lear: “No me quejo de la buena manera […]. Orino tristemente sobre el mezquino fuego de la gracia”.

Con todo, estos versos tienen mucho de excepción en una poesía que mira de frente el dolor y la miseria del vivir (también su goteo cotidiano de luz y maravilla) y parece soportarlos con mueca impasible. Esto es algo que se acentúa en su último libro, El falso teclado, recorrido por un tono de estoicismo que parece despreciar la cercanía misma de la muerte, pero es también válido para el resto de la obra.

Su gusto por la renuncia o el ascetismo adquiere a veces tintes complacientes, casi voluptuosos. Lo da a entender en un poema temprano dedicado a César Moro: “El rayo ha perfumado ferozmente nuestra casa. / Tenemos sed, tenemos prisa por golpear / con el hueso de una flor en la tiniebla”. Por el camino, el paisaje peruano (ese Puerto Supe que iba a dar nombre a su primer poemario), la memoria, la maternidad, la fuerza vital del hambre y la presencia fija de la luz configuran una escritura que sabe mirar como pocas dentro de nosotros: “La retama está viva, / arde en la niebla, / habitada”.

toca toca
todavía tus dedos se mueven bien
el dedo de la nieve y el de la miel
hacen lo suyo

nada suena mejor que el silencio
nuestro desvelo es nuestro bosque

aguza el oído como una hoz

a trillar lo invisible se ha dicho

para eso estamos
para morir
sobre la mesa silenciosa
que suena

(El falso teclado, 2000)