Madre! es un auténtico despropósito, lo que no tendría por qué ser malo, pero en este caso lo es. No es uno de esos despropósitos involuntarios de cuyo propio delirio brota algo casi mágico, de cuya enajenación surgen brillos inesperados. Tampoco es de esos despropósitos fascinantes porque transmiten visiones totalmente inesperadas, a menudo quebradas y distorsionadas, del cine y/o de la realidad. Y ni siquiera es tan despropósito como para que se gire la tortilla y, de tan mala, la película se vuelva buena por inexplicable, por prácticamente esotérica. Lo nuevo de Darren Aronofsky no es nada de eso por una razón clarísima.

La mayoría de esos despropósitos surgen de manera espontánea, son anomalías concebidas con tanto (y tan maravilloso desatino) como inconsciencia y honestidad. Y Madre! va más bien justa de esto último. Madre! parte de otro lugar, parte de la soberbia. Y la altivez de su director, la satisfacción con la que se le intuye diseñando una obra destinada a desarmar y provocar, resulta muy poco agradable. Es verdad que no es la primera vez que lo hace. Madre! no es, para nada, una rareza en la filmografía del director de Réquiem por un sueño (2000) y Cisne negro (2010). Pero sí es la vez que más se le nota el ego y la soberbia con las que fuerza la maquinaria para perturbar y alborotar al espectador (y de paso, disimular sus carencias como autor).

Sí es la vez que más se le nota a Darren Aronofsky el ego y la soberbia con las que fuerza la maquinaria para perturbar y alborotar al espectador

Pero lo más gracioso es que en Madre! fuerza tanto esa maquinaria, lleva tan al límite esa provocación, que su película acaba explotándole en la cara y, más que radical, incómoda y turbadora, le queda profundamente fácil e ingenua. Madre! no empieza mal. La inmersión en el hogar de la pareja protagonista (Jennifer Lawrence y Javier Bardem, entregados al dislate como si no hubiera un mañana), una mansión aislada que ha renacido literalmente de sus cenizas, tiene su gracia.

Asalto doméstico

El escenario genuino, el extraño baile entre la cámara y el rostro de Lawrence, los misteriosos códigos que rigen la relación entre mujer y marido, esa cosa luminosa pero letal que lo emborrona todo, la flema sangrienta que se cuela por los agujeros y las grietas de la casa… Todo eso está bien. Como también lo está el tramo en el que aparecen Ed Harris y Michelle Pfeiffer, fragmento en el que Mother! se convierte en una digna e inquietante película de asalto doméstico en la que los lugares comunes del subgénero se revelan nuevos a ojos de una ingenua y alucinada Lawrence.

Fotograma de Mother.

Pero la aparición en escena de otros dos personajes abre la veda a un delirio cada vez más histérico, ridículo y exasperante en el que se suceden los recursos más fáciles y se tocan las teclas más baratas para provocar al espectador. El fin de fiesta de Mother! es una acumulación por la cara de cosas feas, de actos inmundos, de salvajadas, intentando (sin suerte) ir todo el rato a donde más duele. Pero es un festival del horror (e involuntario festival del humor) simplón y sin consistencia, una demostración de fuerza que acaba derivando en la pataleta de un niño mimado.

Podría esa ingenuidad quedar compensada con otras cosas, como una puesta en escena asombrosa, una narración novedosa o un subtexto potente. Pero no es el caso. La película de Aronofsky es técnicamente impecable, pero su dispositivo formal, basado en la acumulación y el exceso, se agota (y agota) demasiado rápido y no hace más que apresar el vacío. Y casi que mejor, porque si hubiera margen para tomarse en serio ciertas decisiones de la película, como todo lo que tiene que ver con el martirio del personaje de Jennifer Lawrence, Mother! sería, además de insufrible, claramente cuestionable.