Esta semana, dejando de lado por un momento la corrupción, las prostitutas y las fontaneras, se ha puesto sobre la mesa una cuestión de enorme trascendencia para nuestro modelo territorial: la llamada "financiación singular" de Cataluña.

Lo que algunos presentan como un ajuste técnico o una propuesta coyuntural no es, en realidad, otra cosa que la creación de un sistema privilegiado para una comunidad autónoma concreta, a costa del equilibrio del conjunto.

Lo diré con rotundidad: el llamado cupo catalán, además de no ser posible jurídicamente, no es deseable políticamente, ni justo económicamente, ni responsable socialmente.

Representaría un punto de inflexión que afectaría no sólo a las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas, sino también —y esto es aún más grave— a la confianza de los ciudadanos en el principio de igualdad que debe inspirar toda política pública.

España es ya el segundo país del mundo con más autoridad política en manos de sus gobiernos regionales, según el Regional Authority Index de la Universidad de Oxford. Es difícil imaginar mayor independencia sin mayor fractura.

Pedro Sánchez y Salvador Illa el pasado 6 de junio en la Conferencia de Presidentes celebrada en Barcelona. Europa Press

La propuesta parte de la Generalitat de Cataluña, que aspira a gestionar y recaudar el 100% de los tributos generados en su territorio, al modo del régimen foral que rige en el País Vasco y Navarra.

Su planteamiento: que el Estado le transfiera no sólo competencias, sino también la estructura administrativa, los sistemas de inspección y control tributario, y, en definitiva, que se repliegue de su territorio.

Estamos, por tanto, ante una reclamación de soberanía fiscal, de independencia financiera, sin que exista el más mínimo respaldo constitucional para ello.

Recordemos que el régimen foral está amparado por la disposición adicional primera de la Constitución Española, como reconocimiento a unos derechos históricos muy concretos. Cataluña, por el contrario, no está incluida en ese artículo, ni tiene base jurídica alguna para reclamar un trato similar.

Implantar un cupo catalán implicaría modificar la Constitución, la LOFCA, la Ley de cesión de tributos y el propio Estatuto de Autonomía. Pero más allá del corsé legal, el problema es de fondo: destruiría el principio de igualdad entre españoles.

Porque si cada comunidad rica puede retener sus ingresos y desligarse del esfuerzo colectivo, ¿qué ocurre con el resto?

¿Quién sostiene entonces los servicios públicos comunes?

¿Qué sentido tendría seguir hablando de solidaridad interterritorial?

Vayamos a los números.

En 2021, Cataluña aportó al Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales 18.356 millones de euros. Si se le aplicase un sistema de cupo similar al vasco, su aportación se reduciría —en el mejor de los escenarios para el Estado— a unos 3.969 millones.

Esto supondría una pérdida de más de 14.300 millones anuales para las arcas públicas. Para que se hagan una idea: 45 veces la inversión realizada en el nuevo Hospital 12 de Octubre de Madrid o el 100% del gasto sanitario de Galicia, Comunidad Valenciana y Aragón juntas.

O lo que es lo mismo, una caída de 384€ por habitante situado en régimen común.

¿Qué implica esto?

Que el Estado dejaría de ingresar el equivalente a todo el gasto anual en Defensa.

O más del 15% del gasto público total en Sanidad.

O, si lo prefieren, el 23% del presupuesto total de Educación.

"¿Cómo se entiende que la comunidad que más recursos ha recibido del Estado sea la que exige gestionar todo su sistema fiscal como si no necesitara ayuda de nadie?"

Esta pérdida, además de efectos contables, tendría efectos muy concretos y reales en la vida de millones de ciudadanos que dependen de esos recursos para acceder a la sanidad, la educación o los servicios sociales.

Y aquí es donde surge la paradoja más flagrante: mientras algunos reclaman retener más recursos, lo cierto es que Cataluña es la comunidad más endeudada de toda España, con 73.110 millones de euros de deuda acumulada con el Estado a través del Fondo de Liquidez Autonómica.

Sólo en 2023, recibió 12.646 millones del FLA, es decir, el 36,8% de todo el dinero prestado por el Estado a las comunidades autónomas.

¿Cómo se entiende que la comunidad que más recursos ha recibido del Estado sea, al mismo tiempo, la que exige gestionar todo su sistema fiscal como si no necesitara ayuda de nadie?

Permítanme una cita muy pertinente en este contexto.

Decía el economista Anthony de Jasay que "un sistema es injusto cuando premia al infractor y penaliza al cumplidor". Eso es exactamente lo que está en juego con esta propuesta.

Si premiamos con un trato fiscal privilegiado a la comunidad más endeudada, con mayor déficit y peor gestión financiera, estamos enviando un mensaje devastador al resto del país: que la irresponsabilidad sale rentable, que la amenaza se premia, que la presión política vale más que la lealtad institucional.

Y mientras tanto, ¿qué ocurre con aquellas comunidades que gestionan con prudencia sus recursos, que cumplen con sus objetivos de déficit, que no han necesitado rescates del FLA, que contribuyen más al sistema de lo que reciben?

Comunidades como Madrid, que hoy aporta más de 6.300 millones de euros netos al sistema de financiación y que lo hace sin victimismo ni chantaje. ¿Qué mensaje les damos si aceptamos el cupo catalán?

El peor posible: que ser eficiente te penaliza, y ser deudor te recompensa.

"Lo que hoy se acuerda con Cataluña mañana será reclamado por otras CCAA con capacidad de presión política, abriendo la puerta a un modelo a la carta de financiación"

Esto no es un incentivo fiscal. Esto es un incentivo perverso, que atenta contra los principios más básicos del buen gobierno.

La financiación autonómica no es un juego de suma cero. No se trata de que unos ganen y otros pierdan. Se trata de que todos los españoles, vivan donde vivan, tengan acceso a unos servicios públicos mínimos y decentes.

Y para eso hace falta un sistema común, solidario, transparente y basado en reglas claras. No en acuerdos puntuales a cambio de votos.

No lo olvidemos: el modelo que se propone es también políticamente destructivo. Porque refuerza el bilateralismo, debilita la cohesión territorial y margina el principio de equidad horizontal entre comunidades.

Porque lo que hoy se acuerda con Cataluña, mañana será reclamado por otras comunidades con capacidad de presión política, abriendo la puerta a un modelo a la carta de financiación, contrario a cualquier idea moderna de Estado.

Y, además, este modelo no es necesario. Cataluña no necesita un cupo. Cataluña necesita gestionar mejor los recursos que ya tiene, que no son pocos.

Según Fedea, su aportación al sistema común fue en 2021 de unos 22.800 millones, mientras que su deuda con el Estado —insisto— supera los 73.000 millones. Es decir, que por cada euro que aporta, debe tres. No es un problema de lo que da, sino de lo que ha gastado de más.

España necesita una revisión del sistema de financiación autonómica, sí. Pero no una que consagre desigualdades, sino una que refuerce la justicia, la eficiencia y la solidaridad.

Una que premie a quien gestiona bien, no a quien presiona mejor.

Una que blinde la igualdad entre todos los ciudadanos, no que consagre diferencias irreversibles.

El cupo catalán no es viable. No es legal. No es justo. Y desde luego, no es el camino a seguir si queremos que España siga siendo España.

*** Albert Guivernau es doctor en Economía y director de la Fundación Civismo.