La lógica democrática consiste, esencialmente, en dos cosas fundamentales. Por una parte, entender que existen personas con opiniones diferentes a las nuestras. Lo que implica tolerar que estas nos contradigan sin pensar que sean malvadas por hacerlo.

Por otra parte, aceptar que se puede perder una votación, y que no por ello se acaba el mundo.

El arte de discrepar pacíficamente se asienta sobre estos dos pilares. En las dos últimas décadas del siglo pasado, en esta península nos esforzamos todos en poner en práctica estos planteamientos con el objetivo de sincronizar nuestras costumbres políticas con las del resto de las democracias occidentales.

Tras este aprendizaje democrático, la regla principal del juego que se instauró es que se compite en las elecciones por la mayoría absoluta. Cuando alguien la alcanza, le autorizamos para que ponga en práctica su proyecto administrativo (asumiendo, los que tienen uno diferente, que no les va a quedar más remedio que fastidiarse durante cuatro años).

Por eso solía decirse que la transición democrática terminó realmente en 1996, cuando el poder se transfirió de izquierda a derecha, sin traumas ni violencia, y por cauces perfectamente democráticos, después de muchos años de gobierno democrático de la primera.

El desarrollo de la campaña electoral madrileña en curso hace pensar que esa retórica y esos métodos democráticos están empezando a verse desplazados por mecanismos más primarios que, de forma perversa, se consideran más efectivos para conseguir el poder. Son estrategias calcadas de las ensayadas por los nacionalismos separatistas en las últimas décadas.

Han sido muy habituales en el regionalismo carpetovetónico las condenas que consideran al discrepante persona non grata por sus ideas

En todo este tiempo, el segregacionismo nunca ha buscado convivir con aquellos que no están de acuerdo con él, sino expulsarlos del tablero político (en el que estos pretenden competir).

Por ello han sido muy habituales en el regionalismo carpetovetónico las condenas que consideran al discrepante persona non grata por sus ideas. Algo que se ha plasmado incluso en ridículos manifiestos de ayuntamientos o en votaciones de plenos municipales que condenan simbólicamente a individuos concretos.

Dado que la lógica política de los nacionalismos se basa en la territorialidad y no en la democracia, era esperable esa estéril manía por señalar territorios sagrados que no pueden ser pisados por el que se aparta de la ortodoxia.

El caso más extremo es el de ETA, cuya manera de sacar del tablero político a aquel que disentía era expulsarlo directa y bárbaramente del mundo de los vivos.

Es una falta de cultura democrática querer expulsar a Vox del tablero de juego político a pedradas, sea en Vallecas o en cualquier otro lugar. Los demócratas superficiales suelen ser una peste porque sólo les parece bien la democracia cuando los resultados de las votaciones son de su gusto.

Pero la prueba de que uno es un demócrata a carta cabal es, precisamente, tener el valor moral de reconocer (por mucho que disguste) que Vox defiende esas ideas por cauces democráticos y respetando las reglas del juego.

Esa izquierda preventiva, esa especie de policía de la izquierda, no es más que la parte panoli de la izquierda

Y, por tanto, cualquier demócrata está obligado a decir en voz alta que a Vox se le debe el respeto de gozar de los mismos espacios, oportunidades y posibilidades que los demás.

Lanzar proyectiles, de una consistencia más sólida que lo puramente verbal, contra un rival político no pertenece al progresismo, sino a la Edad de Piedra. Tampoco sirve, para justificar las pedradas, la excusa de que la presencia de Vox en Vallecas era una provocación.

El argumento recuerda al famoso chiste de Jean-Marc Reiser en el semanario satírico francés Hara Kiri de los 70.

En la caricatura se veía una cabra entrar en una comisaría para denunciar que la habían violado y un machista decía “es que van provocando”. La supuesta provocación es la excusa del agresor para disculpar su injustificable conducta.

Esa izquierda preventiva, esa especie de policía de la izquierda, no es más que la parte panoli de la izquierda. Una parte a la que no preocupa la justicia, la democracia o la equidad; sólo quieren sentirse héroes aventureros.

Si Vox preocupa, despreciarlos y convertirlos en víctimas solo hará que crezca su orgullo de resistente.

No hay que tener miedo a llamar las cosas por su nombre. Ni acoquinarse porque, por decir esas obviedades democráticas, los totalitarios del signo contrario te acusen de “defender” o “blanquear” a Vox.

El espíritu de la Transición fue el de las manifestaciones pacificas

Entre esos supuestos defensores del pueblo, que se mueven más por el motor narcisista de sentirse buenos que por un verdadero respeto por los demás y un deseo de justicia democrática, hay mucho totalitario.

Simplificaciones, maniqueísmos, satanizaciones y condenas. El espíritu de la Transición fue el de las manifestaciones pacificas.

El separatismo se ha caracterizado por sus manifestaciones violentas, por sus territorios sagrados, por su expulsión inquisitorial del disidente fuera del tablero político.

Para el populismo regional, la discrepancia y el espíritu crítico son traición. Ciertamente, el separatismo ha conseguido el poder en sus regiones por la mínima, siempre con problemas y a cambio del tremendo coste social de convertir sus territorios en eriales del pensamiento.

Si para conquistar el poder en Madrid los partidos contendientes normalizan los lemas populistas y las estrategias excluyentes, sólo conseguirán acabar con la vitalidad y el dinamismo de la Comunidad.

Lo recuerda un catalán que ha visto caer su región desde la ilusión emprendedora de las Olimpiadas al desaliento estéril y recurrente del procés casero.

*** Sabino Méndez es compositor y escritor.