Días de máxima tensión política hasta el 14 de febrero, cuando las urnas reflejen la voluntad de los ciudadanos catalanes. Si es que la pandemia, las medidas de aislamiento y el clima no dejan la participación en su mínimo histórico, muy lejos del 79% de 2017. Un eterno problema que no parece que se vaya a solucionar y un fantasma americano que amenaza con asomarse al Parlamento catalán.

Gane quien gane las elecciones, lo seguro es que tendrá que pactar con una o dos formaciones más para conseguir que el candidato a presidente obtenga la mayoría necesaria. Será la hora de negociar, de olvidarse de las afirmaciones de la campaña electoral, de mirar a derecha y a izquierda, a los nacionalistas independentistas y a los defensores de la unidad de España.

Dos dinastías reales y cuatrocientos años de historia, con repúblicas y dictaduras, no parecen haber sido bastante.

Si Salvador Illa no consigue pasar del tercer puesto, toda la estrategia de Pedro Sánchez se convertirá en un fracaso

Si Salvador Illa no consigue pasar del tercer puesto, toda la estrategia de Pedro Sánchez se convertirá en un fracaso. Ni desde el lado de Carles Puigdemont ni desde el lado de Oriol Junqueras le van a entregar la Generalidad. Tampoco se lo van a entregar ni desde los comunes de Podemos, ni desde la CUP, ni mucho menos desde el PP, Ciudadanos o Vox.

De ministro a jefe de la oposición. Salvo que el voto por correo, ese que reclaman desde el PSC y el palacio de la Moncloa, cambie tanto el panorama que la imagen de Estados Unidos y Donald Trump se convierta en un fantasma que recorra el Parlamento autonómico. Invasión incluida.

Mal lo tenemos los españoles en este inicio de 2021, al margen de la pandemia y los cambios que se van a producir en el escenario internacional tras la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca. Los ciudadanos catalanes y los sondeos electorales anuncian un futuro de largos y exasperantes intentos para formar el futuro gobierno de la Generalidad.

Una situación que tanto el filósofo José Ortega y Gasset como el político Manuel Azaña describieron con exactitud.

Si hacemos caso a las palabras que suele repetir García Margallo, llevamos con la crisis catalana desde el XVII

Si hacemos caso a las palabras que suele repetir desde su salida del Gobierno el exministro de Exteriores con Mariano Rajoy y exparlamentario europeo José Manuel García Margallo, llevamos con la inacabable crisis de Cataluña desde el siglo XVII.

Y, más concretamente, desde el año 1640, cuando la llamada guerra de los segadores (un capítulo más dentro de la guerra de los Treinta Años) terminó con la cesión por parte de Felipe IV y de su valido el conde-duque de Olivares del condado del Rosellón y la mitad de Cerdeña a Luis XIV, que era quien reinaba en Francia y que había dejado los asuntos de gobierno en manos del astuto, implacable y nada piadoso cardenal Richelieu.

Aquellos fueron los estertores de la debilitada monarquía de los Austrias en España, pero cincuenta años más tarde (si seguimos la ruta que propone nuestro docto exministro de Exteriores), el problema catalán estaba de nuevo sobre la mesa con parecidos protagonistas y el mismo deseo de diferenciación económica del resto de España.

A la batalla identitaria de los segadores, que podría analizarse como el enfrentamiento de una clase social contra quien representaba el poder desde el trono, le siguió la pelea dinástica entre el archiduque Carlos (al que apoyaban Inglaterra, Holanda, Austria y Portugal) y el futuro Felipe V, el primer Borbón y nieto del francés Luis XIV.

Pelea de alcance europeo, y con reparto de posesiones y mercados de la debilitada España entre sus amigos y enemigos.

Algo que le costó a España la pérdida del comercio con las Indias Occidentales, Gibraltar, Menorca, Sicilia, Nápoles y Cerdeña. Mantener a Cataluña dentro de la unidad absolutista del primer rey Borbón se tuvo que pagar con una buena parte de los territorios que habían sido, sobre todo, de la Corona de Castilla.

Se equivocó García Margallo desde el minuto uno, pues en su vuelta atrás de tres siglos da razones al separatismo

Se equivocó García Margallo desde el minuto uno de sus argumentaciones, pues en su vuelta atrás de tres siglos le da razones a los políticos catalanes que reivindican y defienden la independencia.

Estos, que parecen conocer la historia mejor que el ministro, no dudan en colocar por delante la promesa que Felipe IV hace el 26 de marzo de 1626, en Barcelona, durante su jura de las Constituciones Catalanas. Unos querían el fuero y otro el huevo.

Buscaba el rey que le dieran 250.000 ducados anuales y, para conseguirlo, afirma ante esas Cortes, sin cortarse ni un pelo, lo siguiente: "No quiero quitaros vuestros fueros, favores e inmunidades. Os propongo resucitar la gloria de vuestra nación".

Esa es la base de las justificaciones de todos los que han estado al frente de la Generalidad, desde Jordi Pujol a Quim Torra, y de las formaciones políticas que les han apoyado, ya fueran estas de derechas o de izquierdas. Desde la desaparecida CiU a la actual CUP pasando por una buena parte del PSC. Ese mismo PSC que sueña con colocar a Salvador Illa de presidente.

Un gobernante tan aplaudido como criticado le dio a su entonces soberano el mejor de los consejos. Ese hombre, que había nacido en Roma al estar su padre de embajador de España; de largo nombre, Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar; y no menos títulos nobiliarios, aunque pasase a la historia por el de conde-duque de Olivares, fue más directo, práctico y duro.

El conde-duque de Olivares le redactó a su rey en los primeros años del siglo XVII un memorial secreto tras pasar por Barcelona. Memorial que mantiene su vigencia hoy en día. Le dice que debe "hacerse rey de España, no de Aragón, Valencia, Castilla… ni conde de Barcelona" y que, para conseguirlo, debe "reducir esos reinos".

Es lo que haría cien años más tarde el primer soberano Borbón.

Puede que la legalidad tenga que ser defendida de nuevo por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado

Y si el cardenal Richelieu había dado el primer golpe territorial a España dentro de su agresiva política internacional contra nuestro país, su sucesor en los asuntos de Estado que se resolvían entre París y Versalles, el también cardenal Mazarino, nos da el segundo frente a la pasiva incompetencia de los gobiernos españoles y los sucesivos validos de su Graciosa Majestad.

Si se equivocaba el inquieto y a veces desconcertante Margallo al actualizar la historia más lejana, lo hacen doblemente los políticos de estos últimos cuarenta años al traer a la memoria colectiva lo que ocurrió en 1931 y en 1934, durante la II República.

Acontecimientos que terminaron con el envío del ejército al mando del general Batet y el bombardeo limitado de Barcelona.

No creo que en estos inicios de 2021, casi 400 años después de los levantamientos campesinos en Cataluña, tenga ningún Gobierno de la Nación, ni ningún partido o formación política, que recurrir a las Fuerzas Armadas.

Pero como hemos comprobado, puede que de nuevo la legalidad tenga que ser defendida por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, entre los que se encuentran tanto los Mossos d'Esquadra como la Policía Nacional y la Guardia Civil, en cumplimiento de un mandato judicial.

Mucho mejor que fijarse en el inicio de la II República y el pronunciamiento contra la misma que hace Lluis Companys tres años más tarde, nuestra desconcertada (por decirlo suavemente) clase política debería leerse y aprender de los dos grandes discursos que sobre Cataluña hacen en el Congreso José Ortega y Gasset y Manuel Azaña.

El primero para, desde el pesimismo, asegurar que el problema es un problema perpetuo. El segundo intentó desde la tribuna del Hemiciclo, durante casi tres horas y sin texto escrito, convencer a los parlamentarios y a los españoles de que dentro del marco de la II República era posible la solución "extendiendo la autonomía catalana a todas las regiones".

Ese plan es el que parecen tener tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias. Tanto el PSOE como Podemos.

En aquel mayo de 1932 ganó la polémica el político Azaña con su especie de café para todos que, cincuenta años más tarde, pondría en marcha bajo la forma de monarquía constitucional, y con claras diferencias entre los artículos 143 y 151 de la Constitución en cuanto a los derechos y obligaciones de las diecisiete autonomías que hoy existen, el ministro Manuel Clavero Arévalo.

El problema catalán no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, que es un problema perpetuo, que ha sido siempre

La historia ha terminado por darle la razón al filósofo Ortega, de cuyo discurso merece mantener en la memoria estas palabras:

"El problema catalán no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular, y seguirá siendo mientras España subsista, que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar".

Como respuesta a estos debates parlamentarios, el 10 de agosto de ese 1932 el general Sanjurjo intentó una sublevación del Ejército, fue detenido, condenado a muerte e indultado por el mismo gobierno de Manuel Azaña al que el militar había intentado expulsar del poder.

Meses duros, muy duros, por los que circulaba la política y la sociedad española, y que en Cataluña se vivían con especial intensidad y tragedia. Valga como ejemplo sangriento el levantamiento anarquista de enero de 1933, con cerca de cuarenta muertos y más de trescientos heridos en las calles de Barcelona.

España subsiste. El problema se mantiene. Las circunstancias, nuestras circunstancias, han cambiado

Recordar esta historia tan nuestra, tan de todos los españoles, y no sólo de los que viven y han vivido en Cataluña, puede que nos sirva para evitar repetir errores y asomarnos otra vez al precipicio. Si no se comprende España sin Cataluña, menos se comprende Cataluña sin España.

Puede que Ortega y Gasset tenga razón, que tengamos que vivir con un problema perpetuo y que ni una futura reforma constitucional pueda resolverlo. Pero las diferencias entre 1932 y 2021 son enormes.

España subsiste. El problema se mantiene. Las circunstancias, nuestras circunstancias, han cambiado. España es menos España de lo que era dentro de Europa, y Cataluña es más de lo que era gracias a la enorme generosidad que se ha generado con la Constitución de 1978, el Estatuto de Autonomía y las sucesivas reformas del mismo.

Todos los que encabezan las listas electorales y los dirigentes que se van a sentar a negociar beneficios para sus respectivos grupos harían un gran bien a los ciudadanos si lo tuvieran en cuenta.

*** Raúl Heras es periodista.