El Diario de la Rioja publicó en julio de 1931 una noticia que le costó 250 pesetas de multa, lo equivalente a la mitad de un salario mensual. Fue tachada de falsa por el gobernador civil, cargo político que tenía facultades en la República para controlar y sancionar lo que publicaban los periódicos. La falsedad radicaba en que la reseña de una sesión municipal, escrita por un redactor presente en el acto, no se ajustaba a la “versión oficial” que había levantado el secretario del Ayuntamiento, única verdadera según establecía la autoridad. El incidente no fue insólito, era lo habitual (y así lo recojo, perdonen la autocita, en mi libro La Prensa en la Segunda República española de 2006, trabajado en los archivos oficiales y hoy agotado) porque los gobernadores debían perseguir lo que reputaban información falsa, tendenciosa o derrotista, o sea, las fake news de entonces.

Casi siete años más tarde, en abril de 1938, aún en plena guerra civil, el bando franquista que ya se veía vencedor dictó una ordenanza para impedir la información libre. Empezó entonces una larga etapa de ficción periodística mediante la fiscalización política de las empresas editoras, la designación de directores por el Gobierno, la selección de periodistas y la inspección continua de los contenidos. Esa norma, que llamó ley, perseguía las noticias ofensivas o insidiosas o “contrarias a la verdad”. El resultado fue que la verdad desapareció de los periódicos hasta el punto de convertirlos en documentos inútiles para conocer hoy la vida real de entonces.

Pasados 28 años, en abril de 1966, el régimen franquista dictó una ley que anulaba la censura previa y toleraba la autonomía de los medios aunque no prescindía de la obsesión de establecer el imperio político de la verdad. En su artículo 2º proclamaba la “libertad de expresión y el derecho a la difusión de informaciones” pero levantaba unos límites, el primero de los cuales era “el respeto a la verdad”. Los años siguientes, hasta la muerte del dictador, fueron escenario de agudas tensiones entre un poder político que se resistía a la libertad y los medios que persistían en describir la realidad. El resultado fue una sucesión de expedientes y sanciones, muchos con la excusa de la defensa de la versión gubernamental de la verdad.

Sólo 12 años después, y gracias a la Transición liderada por políticos liberales, honrados y dialogantes, la Constitución dio un triple salto e instituyó la libertad informativa y de expresión al nivel de las democracias ya consagradas, apartando al poder político de su vigilancia y enviando cualquier discrepancia o transgresión a los tribunales de justicia. Su alusión a la información veraz hay que tomarla como un estímulo y un rechazo a la información falaz que, en todo caso, quedaría a disposición de los tribunales cuando entrara en el terreno delictivo de injurias y calumnias, o sería motivo de rectificaciones. La palabra verdad no aparece en la Constitución, menos aún una referencia espuria a la verdad política.

En estas estábamos cuando el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ha resucitado la imposición de la verdad política. Han pasado 41 años y 11 meses desde que nació la democracia en España (desde el referéndum del 6 de diciembre de 1978 que aprobó la Constitución por el 91,81 % de los votantes) y nos encontramos con una grave enmienda a su vigor: un “procedimiento de actuación contra la desinformación” ya creado por el Consejo de Seguridad Nacional y anunciado en el BOE sin posibilidad de oposición, rectificación ni sitio a los autores de tal extravío. Un hecho consumado. Denominan actuación contra la desinformación a un compendio de gestiones contra lo que llaman “información falsa” y “noticias falsas”, con ese tinte totalitario de los interventores y ese brío supremacista de quienes pretenden salvarnos.

La solución no consiste en la imposición política del procedimiento liberticida de la censura

Tuvimos un indicio de las manipulaciones del Gobierno en la oscuridad cuando el general José Manuel Santiago Marín reveló por sorpresa el 19 de abril que estaban trabajando para “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”, recibimos una confirmación del despropósito cuando el 26 de junio fue ascendido a jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, lo que demostró que no fue un error, si acaso un lapsus, y ahora tenemos una ratificación de la acometida contra la información libre con este montaje censorio, surgido con nocturnidad y coerción.

No dudamos del daño que las fake news y su efecto, la desinformación, causan. A todos nos interesa que no circulen mentiras (las diga quien las diga, incluso el Gobierno, que tiene un especial deber de veracidad que incumple con inaudita frecuencia). Pero la solución no consiste en la imposición política del procedimiento liberticida de la censura. Un Gobierno con un mínimo de espíritu democrático habría dispuesto tres gestiones:

1. Debatir y pactar una defensa social contra la tergiversación y la mentira con los partidos representados en el Parlamento, el sector de la comunicación y las empresas de actividad online.

2. Aceptar el compromiso de publicar con la rapidez que exige la comunicación todas las decisiones tomadas sobre restricción de mensajes, de modo que la sociedad tuviera una información precisa y útil sobre las fake news en circulación.

3. Prever un procedimiento de respuesta y rectificación por los autores de mensajes descartados para evitar abusos censorios o simples errores consumados.

El camino de la imposición política que ha elegido el Gobierno es el más fácil y el más alarmante por resultar letal para la libertad. Vivimos un tiempo delicadísimo en España. Acabamos de asistir a un venenoso intento de control del Poder Judicial por el ejecutivo, obstaculizado por Europa aunque no renunciado aún por el Gobierno. Percibimos los atentados que se perpetran contra la libertad de enseñanza en una ley discutida en el Congreso medio a escondidas. Sufrimos a un presidente que esquiva el control parlamentario y que resigna su autoridad frente a una pandemia de mortalidad creciente. Y ahora nos vemos amenazados por un control de la libertad de comunicación en el que son figuras preponderantes dos funcionarios no de carrera sino políticos, el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, y el director del Gabinete de la Presidencia como secretario del Consejo de Seguridad Nacional, Iván Redondo; a quienes puede auxiliar el nuevo pasajero en el Centro Nacional de Inteligencia, Pablo Iglesias, no lo olvidemos.

Este es un salto atrás que proscribe el salto vigoroso de la Constitución, un salto atrás más allá del 1984 de George Orwell, un retroceso de 90 años, cuando los gobernadores civiles decían lo que era verdad o mentira, lo que se podía opinar del Gobierno, lo que era tendencioso o derrotista. Con la diferencia de que ahora los vigilantes tienen más poder que un simple gobernador y puede ser más dañino para nuestra libertad, para nuestra convivencia, nuestro futuro.

*** Justino Sinova es periodista y profesor emérito extraordinario de la Universidad CEU San Pablo.