“La guerra comenzó con un enorme desorden. Este desorden no cesó durante todo el conflicto”. Con estas líneas comienza Jean Cocteau su pequeña obra maestra Thomas el impostor.

Thomas se ve mezclado en un conflicto tan irreal y lúdico (la Gran Guerra), que decide cambiar su identidad aprovechando un momento de confusión, en el que se diluyen más fácilmente las fronteras entre el impostor y el héroe. Lo mismo ocurre con algunos de nuestros políticos en la nueva normalidad; han asumido, con la arrogancia precipitada de los héroes, que hay pista libre para la superchería. Políticos de cantera, algún filósofo posmoderno, un comunista… tenemos un elenco precioso de políticos armados con habilidades y talentos para aprovechar las ventajas del desorden.

Algunos exclamamos con las manos en la cabeza aquella frase de Juan Ramón Jiménez: “España, qué melonar”. Las controversias tienen origen en el caos de la pandemia, que dificulta la toma de decisiones en comités de expertos fantasma, pero al mismo tiempo, el desorden posibilita la apertura de insólitos debates y rencillas políticas. En estas aguas turbias, hay políticos que saben ver una pesca milagrosa de recompensas.

Para perplejidad de quienes aún creen en la España del 78, en el Estado de derecho o en la separación de poderes, vemos cómo vuelve a instalarse con normalidad la vieja idea de las dos Españas para destruir contrapesos que limiten el poder del gobierno de turno. Además, normalizamos que la nueva política tenga como mito central la Guerra Civil.

Los políticos pícaros siempre ganan a los metódicos y garantes del orden, a poco que una circunstancia mayor impida el triunfo del sentido común. Este “ágil desorden” que se ha inaugurado en nuestra vida política, que juega un pulso institucional con el orden basto de la Transición, sucede precisamente en el contexto de una pandemia, y no por ello supone un desorden casual o menor.

Algunos políticos no se adaptan a las normas, sino que las manipulan para que éstas se amolden a ellos

En todo caso, el ágil desorden, como afirma Cocteau, no es menos desorden. Mientras la pandemia nos aturde, crece la reinterpretación del orden constitucional en vigor; y así, cada semana se abre un nuevo melón. Como dice Daniel Gascón en una de sus viñetas: “En la oposición soy de Foucault, pero en el gobierno siempre he sido de Hobbes”.

Como el Thomas de Cocteau, algunos políticos no se adaptan a la legalidad y a las normas, sino que las manipulan para que éstas se amolden a ellos y a sus intereses. De un vistazo, si se analizan las piruetas políticas de estos meses, que suceden a velocidad de vértigo, se comprenden las ventajas del desorden, pues solo en un clima caótico como el actual se pueden vender ciertos tejemanejes.

Lo curioso de los impostores es que a largo plazo ya no se diferencia el engaño de su persona, porque acaban por creerse su propio papel. Cuanto más viven su papel, más empatizan con él, más fuego ponen, desplegando el arma de la franqueza.

Para nuestro protagonista, la guerra era “el teatro de la guerra”, y esta burla irónica de Cocteau es escandalosa para la sociedad de 1923, pues la guerra era un asunto sagrado, y no el más cruel de los juegos. Thomas, que es un poco más listo que los demás, se cree tanto su personaje y se adapta tan bien a él que todos acaban no solo creyéndole sino además adulando su valentía y su bondad.

La política, lejos de ser un asunto sagrado, se está convirtiendo en otro juego cruel, y hoy podríamos hablar no sin cierta ironía del “teatro de la política”. Tenemos políticos que en lugar de solucionar los problemas reales de los españoles se dedican a la ensoñación de la “España progresista” y acaban creyéndose tanto su papel que interpretan guiones cada vez más atrevidos.

Nuestra historia está llena de oportunistas que han llegado a la primera línea tras concebir la política como un teatro

Esta obra reformista, que abarca desde el propio concepto de nación hasta la “modernización” del poder judicial está en parte inspirada en el laboratorio del país catalán, en la que los secesionistas intentan conseguir la independencia instaurando otra legitimidad paralela. Como todos sabemos, esta historia no termina demasiado bien para sus protagonistas. Algunos se hubieran sorprendido al saber que estaban arriesgando una condena de cárcel, mientras que otros que no se creían del todo su papel heroico ya contaban con el aval de la fuga o el indulto.

En cierta forma, los impostores siempre han formado parte de nuestro paisaje político. Nuestra historia está llena de oportunistas que han llegado a la primera línea de los partidos solo tras concebir la política como un teatro.

La impostura de estos personajes es tan grande que pueden soltar alguna lágrima emotiva mientras aluden a “un proyecto de regeneración y modernización del país” que en la práctica supone la colonización de las instituciones y la erosión de la separación de poderes.

Y total, todo está tan revuelto que se admite cualquier cosa. Es el clima ideal a modo de los stendhalianos, que deambulan mezclados con su propia fábula. Además, cuentan con una curiosa inmunidad que caracteriza a todos los impostores; la capacidad de inspirar una confianza ciega, de elaborar síntesis y narrativas que parecen hasta más reales que la propia realidad. Dice Cocteau que “un hada especial concede esa suerte al nacer”, y gracias a su obra podemos advertir que algunos de nuestros políticos pertenecen a esa raza bienaventurada.

Un consejo sacado del libro para los que aún se toman la política española demasiado en serio: puesto que todo esto es un juego, seamos serios y juguemos.

*** Cristina Casabón es articulista y profesora asociada de la Universidad Carlos III.