Debido a los efectos colaterales de la globalización, existe desde hace tiempo en Europa una tendencia de rasgo nacional-identitario cuya base romanticista crea distancias insalvables con el conservadurismo de raíces ilustradas.

Entre los objetivos de este movimiento se encuentra el levantar barreras físicas contra la inmigración, fronteras culturales contra lo extranjero, la negación del proyecto europeo y la atribución de derechos a la nación como cuerpo orgánico -en lugar de a los de los individuos que la forman- con la transversalidad que implica clamar contra la globalización y sus élites. Por eso sus defensores son capaces de negarles los derechos a los inmigrantes mientras crean un sindicato para la clase trabajadora. O de aplicar la idea liberal de bajar impuestos mientras exigen barreras de entrada y aranceles aduaneros.

A pesar del miedo al fantasma del fascismo, en España se contaba desde hace unos años con la posibilidad de que surgiera una opción populista en la derecha, del mismo modo que había surgido otra en la extrema izquierda, al calor del 15-M. Pero también existía la posibilidad de que el espectro liberal-conservador pudiera verse reconstituido con la aparición de un nuevo partido, pues en los últimos años, la falta de arrojo de Rajoy con el golpe de Estado catalán y sus guiños -si no sus adelantamientos por la izquierda- a la socialdemocracia exigían firmeza en los planteamientos relacionados con la unidad de España, la igualdad de oportunidades y las reformas estructurales que nuestro país necesita.

Esto pareció poner a Vox hace aproximadamente dos años en la disyuntiva de convertirse en un partido conservador puro, al estilo del Partido Republicano norteamericano o del Tory inglés, antes de la aparición de Trump y Johnson, o engrosar las filas del populismo, al estilo de Le Pen y Viktor Orbán.

En un principio, y a pesar de su oposición frontal a las leyes de memoria histórica y de violencia de género -contra las que cualquier liberal que crea en la verdad y en la igualdad ante la ley también puede oponerse- muchos creímos que optaría por la primera vía. Especialmente incauto fue mi caso, porque formé parte del Comité Ejecutivo Nacional de ese partido, invitado por Vidal-Quadras, un liberal-conservador preparado como nadie para afrontar los problemas que amenazaban a España y a quien le faltaron -nos faltaron, porque formé parte de su equipo de campaña- 1.500 votos sobre 250.000 para obtener un eurodiputado.

Vox ha visto con claridad que la mejor vía para su supervivencia consiste en erosionar a su más directo rival

Nos equivocamos. En contra de lo que cabía esperar, desde las elecciones generales del 28 de abril de 2019 quedó claro que Vox no había llegado al Congreso para aportar carácter al conservadurismo español, sino para quedarse y hacer del mensaje nacional-identitario un modus vivendi tan eficaz como cualquier otro.

Conocedores de que un proyecto iliberal no alcanzará nunca el gobierno en España, y de que es muy probable que si la derecha ilustrada actúa con inteligencia le arrebate muchos votos, Vox ha visto con claridad que la mejor vía para su supervivencia consiste en provocar la erosión de su más directo rival mientras procura arañar prosélitos a la izquierda por el flanco antiglobalista.

Visto con esta perspectiva, parece lógica la moción de censura interpuesta por los identitarios y su único objetivo: desgastar al Partido Popular. Esto nos lleva a la cuestión fundamental: Casado debe marcar distancias y entender que, con el sistema electoral vigente, Vox ha reducido a cenizas toda posibilidad de que el centro derecha gobierne en solitario en los próximos años.

Varios son los motivos: el primero, porque la circunscripción provincial hace casi imposible que el mal llamado trifachito logre por separado la suma de 176 escaños, teniendo en cuenta que el independentismo jamás volverá a apoyar a la derecha. Segundo, porque, con buen criterio, Ciudadanos ya se ha separado definitivamente del mismo. Tercero, porque mientras Vox exista -y seguirá existiendo porque la población española se ha polarizado extraordinariamente-, cualquier vínculo de los populares con los populistas será utilizado por la izquierda como ariete.

La alarma antifascista de Iglesias funcionó a la perfección. Lo peor que le pudo pasar al PP, quién se lo iba a decir, fue el resultado de las elecciones andaluzas, por muy bien que esté gobernando Moreno Bonilla. Allí se trazó una línea Maginot que permanece indeleble.

A la derecha liberal solo le queda apelar a la responsabilidad de los ciudadanos para que cambien de partido

El cuarto motivo, quizás el fundamental, es que mientras la ley electoral no proporcione diputados libres que actúen pensando en sus votantes y no en sus jefes de partido, no podemos esperar un apoyo de diputados socialistas a una coalición liberal PP-Cs centrada, o un apoyo de diputados populares a un hipotético PSOE reconvertido en socialdemócrata y español.

A la derecha liberal solo le queda apelar a la responsabilidad de los ciudadanos para que, si su partido no responde a la lógica de los pactos por el centro, como ocurre en Europa, cambien de partido, como lo han hecho tantas veces los votantes del centro izquierda y del centro derecha.

Esta es la vía que Casado debe entender, y cabe la posibilidad de que lo haya hecho, tras los últimos cambios en sus portavocías. El gesto de prescindir de la, quizá, mejor cabeza del partido y ascender al carismático e inteligente alcalde de Madrid, si bien abunda en el más hondo problema de España, la oligarquía de partidos, es una medida pragmática que le ayudará a conquistar el centro. Quienes defendemos una nueva ley electoral que evite esta dramática ley de hierro, somos conscientes de que un solo verso suelto entre trescientos cincuenta no da ni para salvar la honra.

Si Casado quiere gobernar, y España necesita que lo intente en tanto que es el único proyecto basado en los valores burgueses ilustrados con posibilidades reales de acceder al poder, tendrá que transitar el centro. Primero, para obtener los votos que hoy no tiene. Segundo, para pactar futuros gobiernos con el centro izquierda, como ocurre en Europa.

Pero centrase no significa acobardarse. El PP debe mantenerse firme en la defensa de la unidad nacional mientras apuesta decididamente por el proyecto federal europeo; debe abogar por la economía global de libre mercado mientras trabaja por la verdadera igualdad de oportunidades con las dosis de inversión pública que eso supone; y necesita conciliarse con los derechos y libertades individuales en su máxima expresión, lo cual implica necesariamente abrirse al reconocimiento de la diversidad étnica, sexual y cultural de sus habitantes, al mismo tiempo que apoya sin tapujos la investigación científica. Esta es la gran diferencia entre el proyecto ilustrado y los populismos identitarios de izquierda y derecha que divide hoy al mundo.

*** Lorenzo Abadía es analista político y promotor de #OtraLeyElectoral.