Ya desde hace días disponíamos de la única información que se necesitaba para sacar conclusiones. Bastaban dos datos: uno, el presidente del Gobierno está investido de unos poderes excepcionales, de los que jamás dispuso ningún otro presidente en la historia de nuestra democracia; y, dos, España representa el 0,6% de la población mundial, pero tiene más del 19% de los muertos por coronavirus.

Inevitablemente, estos datos describían un Gobierno incompetente, inseguro, falto de estrategia y superado por las circunstancias. Algo previsible tratándose de un Ejecutivo formado en su mayoría por diletantes que no han venido a hacer Política (en el sentido más digno de la palabra), sino a ser políticos (en el sentido más alimenticio de la palabra), en su convencimiento de que el gobierno de un país se puede reducir a una buena campaña de comunicación, convenientemente regada con las debidas subvenciones a los medios amigos. Y probablemente tuviesen razón en circunstancias normales, pero las de ahora no lo son.

Pero hoy sabemos algo más. Hoy sabemos que, desde el 3 de febrero, el Gobierno ha venido recibiendo reiterados llamamientos de la OMS y de la UE en los que se le urgía a proveerse de material sanitario para hacer frente a una pandemia que -se alertaba- ya estaba a las puertas.

La reacción del Gobierno de Sánchez fue ninguna. Probablemente porque hacer acopio de respiradores, test y mascarillas suponía el reconocimiento de la amenaza y, con él, la obligación de desconvocar las manifestaciones del 8-M. Algo inasumible para Pedro Sánchez y sus socios de Gobierno, aunque no por causa de un compromiso mal entendido con las reivindicaciones feministas, sino por una razón de pura conveniencia política: la urgente necesidad del 8-M como plató salvavidas para la glorificación de su Ley de Libertad Sexual, tan necesitada de aclamaciones de hooligans de pancarta que hicieran olvidar la vergüenza de su unánime ridiculización por los expertos.

Por esta razón es legítimo concluir que el drama humanitario que estamos sufriendo no ha sido únicamente fruto de una negligencia inexcusable, sino consecuencia directa del frívolo cálculo político de unos gobernantes que, entre su interés partidista y la salud de los ciudadanos (confiemos en que al menos no se esperasen la magnitud que al final ha sido), optaron por lo primero.

Nos repiten una y otra vez el mismo mantra, en un esfuerzo desesperado por acallar la denuncia: unidad y lealtad

Los responsables son conscientes de la abrumadora evidencia de su atentado contra la ciudadanía y, por ello, por tierra, mar y aire, nos repiten una y otra vez el mismo mantra, en un esfuerzo desesperado por acallar la denuncia: unidad y lealtad.

Los portavoces oficiales del Gobierno no suelen precisar más, absteniéndose deliberadamente de cualquier exceso de agresividad, por aquello de predicar con el ejemplo y no caer en el mismo barro que dicen repudiar. Pero, sobre todo, porque de este trabajo sucio ya les liberan sus agradecidas terminales mediáticas (con la Sexta, esa versión engañosamente moderna y simpática de un NODO resucitado y rejuvenecido, a la cabeza), que concretan sin el más mínimo decoro cuál es la obediencia que se exige: unidad con el Gobierno y lealtad al Gobierno, sea lo que sea lo que éste haga y, sobre todo, lo que éste no haga.

Los hechos han venido a demostrar el éxito de esta estrategia. Basta con recorrer las tertulias matinales de las distintas cadenas para comprobar cómo -salvo algunas dignas excepciones- hasta los periodistas habitualmente más combativos con el Gobierno, antes de balbucear inseguros cualquier mínima reflexión que pueda sonar crítica, se adelantan a proclamar, solemnes, su fe en el “ahora no toca [la crítica]” y en el “uno para todos y todos para uno” (naturalmente, conveniente interpretado como uno para el Gobierno y todos para el Gobierno).

Es la versión siglo XXI del envejecido “sentido de Estado”, que se invocaba a gritos en los años de furia priista del PSOE desde todas las tribunas de lo políticamente correcto, mientras los muertos por los GAL se acumulaban en las cloacas del Estado y la corrupción se enseñoreaba hasta del BOE.

Pero el problema va mucho más allá de una sumisión tertuliana al jugueteo House of Cards del Rasputín castizo de la Moncloa. El problema lo es porque esta estrategia se ha extendido -y aquí está lo grave- al Congreso y a la información política, terminando tanto con el control parlamentario de la acción del Gobierno como con su fiscalización periodística.

Así, tras un primer tanteo exitoso dos días antes, el 12 de marzo la Junta de Portavoces del Congreso acordó por unanimidad suspender la actividad parlamentaria y, con ella, las sesiones de control al Gobierno que tenían lugar cada miércoles. La decisión vino acompañada de un mensaje institucional de la presidenta del Congreso.

La realidad es que Pedro Sánchez ya no tiene que rendir cuentas a los representantes de los ciudadanos

Haciendo bueno el adagio mafioso de que el primero que se acerque a ofrecerte su protección habrá sido el responsable de que la necesites, Batet se apresuró a declarar que con el acuerdo se garantizaba que, mientras durase el estado de alarma, la Cámara seguiría desempeñando su función constitucional de control del Gobierno. Nada más falso.

Tras esa decisión, la realidad es que Pedro Sánchez ya no tiene que rendir cuentas a los representantes de los ciudadanos. Salvo las reuniones periódicas de la Comisión de Sanidad, con el noqueado ministro Illa oficiando de conmovedor híbrido entre contable curil de estadísticas y punching ball en busca de piedad, lo cierto es que prácticamente ya no queda cauce parlamentario alguno para ejercer la función de controlar la acción del Gobierno que el art. 66.2 de la Constitución atribuye a las Cortes. Más allá de las firmas quincenales en blanco para convalidar los ucases del presidente y para autorizar las prórrogas de turno del confinamiento, a Pedro Sánchez se le ha liberado de todo control parlamentario.

En definitiva, el art. 116 de la Constitución, que dispone que la declaración del estado de alarma no podrá interrumpir el funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado ni modificar el principio de responsabilidad del Gobierno, ha sido burlado.

Desconectado el Parlamento, era previsible cuál sería el siguiente fusible de la democracia del que se ocuparían los Hombres de Negro de la Moncloa: la prensa. En esta Edad de la Tecnología, el Gobierno arguyó dificultades técnicas insuperables, que imposibilitarían la celebración de ruedas de prensa con presencia telemática, para justificar la imposición de un siniestro buzón digital que había de recibir las preguntas de los periodistas, a cargo de un asalariado del preguntado.

El protocolo seguido fue el habitual en cualquier réplica soviética que se precie: primero, criba de las preguntas; segundo, traslado previo al presidente; y, tercero, su formulación sin opción de repregunta alguna y previa mutilación de lo inconveniente.

Naturalmente, el resultado fue el esperado. La sala de prensa se travistió en un pulquérrimo quirófano, con su exquisito ritual de limpieza quirúrgica incluido, aunque aquí aplicado a la exterminación a conciencia del más mínimo residuo de libertad de prensa; y con ello las preguntas se trasmutaron -conforme a lo previsto- en oportunas excusas para interminables discursos precocinados. En resumen, censura en estado puro, y además de la mano de todo un secretario de Estado de Comunicación, reconvertido en eficaz señor Lobo del derecho a la información.

Se trata de evitar que la palabra 'democracia' se convierta en una metáfora muerta del régimen de libertades del 78

Afortunadamente, la farsa ha concluido este lunes, gracias a las protestas de algunos periodistas que, finalmente, decidieron honrar su oficio y no seguir legitimando con su presencia tan graves ultrajes al derecho constitucional de los ciudadanos a obtener información.

Por tanto, al menos la estafa periodística ha concluido. Pero la parlamentaria sigue vigente, olvidándose que es la suma del control parlamentario y la libertad de prensa lo que dota a la democracia de un contenido real y efectivo. La supervivencia de ambos es la supervivencia de la democracia misma porque sin ellos no hay más que una pompa inútil de declaraciones solemnes, sin más valor que el del papel en el que están impresas.

Leopoldo Lugones, probablemente nostálgico, decía que todas las palabras eran metáforas muertas. Hoy, en España, de lo que se trata es de evitar que la palabra democracia se convierta en una metáfora muerta del régimen de libertades que los españoles nos dimos en el 78. Y, para conseguirlo, su defensa debe hacerse desde el primer ataque, por liviano y provisional que éste se presente. Porque perdonarlo supondría lanzar un mensaje muy peligroso al Poder: que los ciudadanos hemos abdicado de nuestro deber cívico de velar por que se respete el Estado de Derecho, único garante de nuestra libertad.

Como decía Ihering “la actitud de un hombre o de un pueblo en presencia de un atentado cometido contra su derecho es la piedra de toque más segura para juzgarle”. Y, si aquélla es el conformismo, el camino más seguro para que el gobernante prosiga, sabiéndose impune, su rapiña.

Por esta razón es tan inquietante la docilidad con la que la mayoría de los políticos ha aceptado este primer ensayo de confinamiento de nuestra democracia.

“Responsabilidad”, “sentido de Estado”… Sus pretextos son muchos e, incluso, agradables al oído, pero no pueden ocultar la verdad de que para ser un buen político no basta la fortaleza, sino que se precisa valor. No basta con tener la fortaleza para sostenerse, sino que ha de poseerse el valor necesario para liderar: la resolución firme de estar dispuesto a sufrir los ataques de la jauría, que inevitablemente se desatan cuando se decide no seguir el camino marcado.

*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.