Nadie pone en duda de que a lo largo de la Historia la mentira y la manipulación de la información han formado parte de las relaciones de poder. Si no hay nada nuevo bajo el sol, ¿por qué debería preocuparnos especialmente la desinformación? La respuesta simple es: Internet.

El medio de distribución no sólo es una herramienta, sino un vector que transformaba el propio contenido del mensaje y sus objetivos. Se ha prestado mucha atención a la forma en la cual está construido el mensaje para tratar de explicar por qué unos manipuladores tienen éxito y otros no, sin embargo, se ha minusvalorado el hecho de que las personas construyen diferentes significados acordes a su experiencia como lectores, oyentes, espectadores o internautas.

En la era digital, cuando la gente publica, comenta, comparte y busca, está participando en el proceso de la información de una manera absolutamente inédita. La propaganda tradicional siempre se enfrentaba al obstáculo que representaba que los ciudadanos fuesen consumidores pasivos de la información de proporcionaban los medios de comunicación de masas. Con independencia de su habilidad persuasiva, el destinatario se encontraba distanciado de un mensaje que había sido elaborado y distribuido por otros.

Esa separación hacía posible alimentar las dudas sobre la intencionalidad de aquellos que hacían llegar el contenido a un televisor, una radio o un periódico. De la misma manera que los estudiantes aprenden más eficazmente haciendo, es la parte de involucración que aportan los medios digitales lo que los hace distintos. La participación es un tipo de inversión cognitiva. Las personas se comprometen de manera diferente cuando son ellas mismas quienes participan en el relato, el cual termina siendo parte de su propia experiencia.

La desinformación arroja a su consumidor a un confortable estado de confirmación de sus prejuicios

La desinformación rara vez trata de cambiar lo que la gente piensa. Se trata más bien de confirmar lo que el individuo ya cree. Lejos de aportar datos que incomoden y hagan que el receptor tenga que asumir el esfuerzo de replantearse aquellas de sus opiniones que chocan con la realidad, la desinformación arroja a su consumidor a un confortable estado de confirmación de sus prejuicios.

Este efecto es especialmente gratificante cuando estos mensajes respaldan posiciones que el individuo se muestra reticente a defender de manera abierta, porque considera  que son impopulares y le pueden acarrear el reproche de los que le rodean. La difusión de sus contenidos supone una reivindicación pública de la supuesta inteligencia, sentido crítico e independencia de aquellos que se han visto obligados a mantener un perfil bajo forzados por la “dictadura de la corrección política”. Esta pulsión narcisista les lleva a implicarse activamente en la difusión de estos contenidos.

Este modelo de "propaganda participativa" implica inundar a las personas con sesgos de confirmación, y privarlas de oportunidades para cuestionar y dudar de otras visiones alternativas. Los manipuladores necesitan alimentar la polarización en la sociedad, porque cuando se desprenden los matices de cualquier cuestión resulta inevitable que la gente deba posicionarse en términos binarios: a favor o en contra. La desinformación no tiene la capacidad para crear nuevas brechas dentro de la sociedad, pero sí para extender y radicalizar las ya existentes.

Internet ha hecho posible una nueva edad de oro para las operaciones de desinformación. Producir y distribuir estos contenidos es cada vez es más fácil, lo que ha ampliado el número de actores que participan en este juego, en el cual predomina el enfoque del mínimo esfuerzo.

Cuando se persiguen objetivos tan genéricos como agravar las fracturas sociales, provocar desconfianza o indignación, el error es fácilmente asumible, ya que este apenas genera un perjuicio para el instigador de estos mensajes. El ciberespacio ofrece un amplio margen para la acción encubierta y esto disminuye enormemente el riesgo reputacional para los manipuladores. Estados, empresas, partidos políticos, grupos de presión y activistas individuales han abrazado con entusiasmo esta metodología bajo la premisa de que con la desinformación hay poco que perder y mucho que ganar.

La desinformación vive en una profecía autocumplida: cuanto más marginal es su difusión, más creíble resulta

Estos contenidos fraudulentos no sólo fluyen al margen de los medios tradicionales, sino que su mensaje también apunta contra ellos. Su idea fuerza es que los medios tradicionales son una mera extensión de establishment político-económico. Estas corporaciones no sólo tendrían como principal misión construir una narrativa que beneficie los intereses de sus poderosos propietarios, sino también silenciar y desacreditar aquellas informaciones que cuestionan o contradice esta estructura de intereses.

Que la información que circula en los “medios alternativos” de internet no encuentre eco en los medios de comunicación tradicionales, es percibido como una prueba adicional de su verosimilitud por parte de una audiencia instalada en una visión conspirativa de la realidad. La desinformación vive en una especie de profecía autocumplida: cuanto más marginal es su difusión, más creíble resulta. Eso explica por qué las personas que asumen este tipo de bulos suelen permanecer inmunes ante los datos objetivos que los desmienten.

Por un lado, existe una desconfianza previa hacia la fuente que confrontan estos contenidos, con lo cual, se rechaza como una burda manipulación cualquier información que provoque una disonancia. Incluso en los casos extremos donde resulta imposible seguir defendiendo el carácter real de determinados datos, se sigue apelando a la idea de que esas informaciones, aunque falsas en su concreción, encierran una verdad subyacente que puede percibirse en múltiples ejemplos que (esta vez) sí son reales.

Esencialmente, la creencia en cualquier teoría de conspiración, aumenta la susceptibilidad de alguien a creer en nuevas falsedades. La desinformación circula, así, como un virus que hace que sus víctimas sean más vulnerables a infecciones posteriores.

*** Manuel R. Torres Soriano es profesor titular de Ciencia Política.