Soy un empresario vallisoletano residente en Alemania que siempre ha admirado el espíritu empresarial, la creatividad y (hasta recientemente) el seny catalanes. Deseo de todo corazón que Cataluña decida seguir construyendo un futuro conjunto con España, de beneficiarse de su pertenencia a España, de hacer a España cada día algo más catalana, de ponerse a la cabeza de España en lugar de darle la espalda.

El órdago independentista corona un proceso de desafección que aflora al principio de la democracia, agravado desde entonces por un sistema educativo catalán alérgico a los sentimientos identitarios múltiples y por una narrativa de agravio constante por parte de políticos y medios de comunicación nacionalistas, pero también por la falta de una defensa consistente del proyecto estatal por parte de PP y PSOE.

En los últimos dos años ha quedado probado que el independentismo unilateral no tiene recorrido. Pero, ¿cómo reconciliar emocionalmente con la idea de España a esos dos millones de votantes independentistas, incluyendo a una parte de la comunidad emigrante que ha asumido consignas parecidas a las tradicionalmente defendidas por la burguesía nacionalista? ¿Cómo ganar el apego hacia nuestro país de los niños catalanes que crecen en la ignorancia de España en el mejor de los casos, y en su desprecio u odio con triste frecuencia?

Lejos de un reeditado fatalismo noventayochista, el reto soberanista puede reconducirse hacia una oportunidad de catarsis histórica: la refundación de España como un Estado que, en vez de conformarse con el cortoplacista intento de acomodar al independentismo, desarrolle estructuras sólidas, perennes y a la altura de los grandes retos del siglo: integración europea equilibrada, ascenso geoestratégico y económico de Asia, oneroso envejecimiento de la población, instauración de un sistema político mucho más ético y responsable.

Propongo un nuevo contrato constitucional basado en los principios de eficiencia y lealtad institucionales, respeto cultural y solidaridad. Se le llame sistema autonómico o federal es cuestión secundaria, no en vano el vigente modelo territorial en muchos aspectos alcanza mayores cotas de descentralización que el alemán, considerado como una sólida referencia en organización de formato federalista.

La nueva Constitución debería contemplar el derecho de referéndum para las comunidades históricas

Si no queremos el riesgo de ulsterización, con dos comunidades irreconciliables en Cataluña; si no queremos que una crisis enquistada acabe salpicando la estabilidad y el prestigio políticos, económicos y culturales de España en su conjunto; si no queremos, un día quizás no tan lejano, enfrentarnos a preguntas sobre si un 55% de la población votando a partidos independentistas no es quizás base suficiente para separarse; entonces ha llegado el momento de salir de nuestra zona de confort y de adoptar hoy decisiones valientes, que pueden dar vértigo, pero que son necesarias.

Para empezar, debemos asumir que Cataluña y el País Vasco solo participarán en este proceso re-constituyente si cuentan con una válvula de escape: la capacidad de decidir si quieren o no apearse de una visión de futuro compartido. En consecuencia, esa nueva Constitución debería contemplar el derecho de referéndum para las comunidades históricas, que a su vez habrían de corresponder aceptando límites razonables en la ejecución de su derecho.

Tal ruptura, traumática para ambos cónyuges, después de un matrimonio de 500 años, no puede depender de un voto, de ahí que la aprobación por mayoría amplia se considere principio universal, fijado por la legislación y jurisprudencia de Canadá respecto al Quebec. La independencia eslovena, tan admirada por el independentismo catalán, se aprobó por el 96% de los votos (con una participación del 91%). La independencia kosovar con el 99% de los votos (con una participación del 87%).

Decisiones tan unánimes, éstas sí de un sol poble, nunca se alcanzarán el Cataluña. En mi propuesta de reforma constitucional, propongo beber de las fuentes del mismísimo Estatuto de Autonomía de Cataluña, que exige mayorías reforzadas de 67% (dos tercios) para las decisiones importantes, y adoptar este porcentaje en la Constitución Española para aprobar la independencia de una comunidad histórica en referéndum.

De igual forma que el nacionalismo reclama el derecho a decidir su propio destino en un determinado ámbito geográfico, las subdivisiones administrativas de ese territorio tienen el derecho de esgrimir con coherencia argumentos similares. En tal caso, el Estado no podría empujar hacia la independencia a un territorio, por ejemplo una provincia, tal vez una comarca o un municipio de un cierto tamaño, que no se exprese a favor y con mayoría suficiente aunque la Autonomía lo haga en su conjunto. Éstos tendrían el derecho de desgajarse de la Autonomía antes de su independencia y de quedarse en España.

No perdamos esta segunda y quizás última oportunidad para España y para Cataluña de redescubrir el afecto

Tal referéndum de independencia debería convocarse a lo sumo una vez por generación, cada 25-50 años, a diferencia de la historia quebequesa y de los deseos escoceses de consultas que pueden reiterarse hasta la victoria final (el llamado "never-endum", o referéndum de nunca acabar), con su inevitable peaje de inestabilidad sistémica. El primer referéndum sería posible no antes de 25 años tras la aprobación de la reforma constitucional.

Asimismo, para implementar una hipotética secesión con la menor disrupción posible para las dos partes, y tras la experiencia del brexit, sería necesario un modelo de doble referéndum: tras la consulta inicial, los gobiernos central y autonómico negociarían las condiciones de la separación, incluidos los derechos de las minorías y la repartición del activo (propiedad del Estado) y del pasivo (el correspondiente porcentaje de la deuda). Después de un plazo razonable de tres años, ese acuerdo se sometería a un segundo referéndum en los territorios con suficiente quórum pro-independencia.

Por último, la convocatoria de un referéndum de semejante calado no puede celebrarse en tiempos convulsos. En las crisis económicas la angustia se reafirma en su papel de pésima consejera. Por ejemplo, las promesas de menores recortes en Cataluña durante la crisis pasada al grito thatcheriano de "¡devuélvannos nuestro dinero!" fueron cantos de sirena más que de independencia como proyecto calibrado.

Una vez asumida la dolorosa necesidad de aceptar que las fronteras españolas quizás no son eternas, pero que el listón para cambiarlas está muy alto, se abren grandes posibilidades de reformas, en las que todos los españoles trabajen codo con codo para posibilitar un futuro mejor para las siguientes generaciones.

Con la doble dimensión territorial e institucional de la crisis actual española, más la crisis económica que se avecina, no podemos esperar sino un progresivo distanciamiento, a no ser que entendamos la refundación del Estado como cimiento de la reconciliación. La ocasión es propicia precisamente por urgente.

No perdamos esta segunda y quizás última oportunidad para España y para Cataluña de redescubrir el afecto y el provecho mutuo de esta relación histórica. Aceptemos el referéndum como válvula de escape con la esperanza de que, como en Canadá, la mera existencia de la puerta de salida ayude a Cataluña a quedarse.

*** Francisco Javier González es un empresario español afincado en Fráncfort.