La imagen de Rufián en el Congreso abriendo los brazos en pie mientras los diputados socialistas y de Ciudadanos aplaudían la réplica de Borrell –el serrín y los excrementos siempre le colgarán de un bolsillo a Gabriel, se le olerá en la distancia, él mismo llevará su mano a la nariz para comprobar que continua "produciéndolos"– va a perdurar en el imaginario colectivo. Los años van a camuflar la muestra de su talento infantil en algo parecido al carisma. Alguien echará de menos momentos así en la Cámara Baja.

Rufián cuenta con la ventaja de que la mala educación envejece mejor. Ya lo veo anciano paseando por Barcelona, invitado a sus bolos y saraos, tratando de contener la mierda de otro modo, mientras recuerda sus hazañas virales en instantes claves de la historia de España. Su defensa de los ideales nacionalistas al lado del apolillado Tardá. La agitación que provocó en el parlamento extranjero. “Ah, eran otros tiempos, nos comíamos Madrid”, les dirá a los más jóvenes.

Como un niño estúpido, Juanga se levanta al verse en apuros. Ha sido vapuleado verbalmente, Borrell recibe una ovación de consenso que resuena como un pescozón en el recreo, necesita actuar. Se incorpora como si estuviera en un videoclip agitando la cabeza, tiene conciencia cinematográfica de sí mismo, nadie le va a reprochar nada a su alrededor porque es el mirlo marrón del independentismo. Alguien le ríe la gracia por detrás. Ya no parecen tan rancios si hay un adolescente tardío con el talento que requieren los tiempos para transcender más allá del reducido hemiciclo. En ese momento es un San Pancracio para sus votantes. Le cuelga el duro de los retuits. Y levanta el trofeo de la expulsión, de las líneas que se le van acumulando desde entonces.

La victoria de Rufián llegará cuando muera. La muerte es la blanqueadora de idiotas más eficaz. Será su mayor éxito: el highlight que espera ansioso. Los defectos mutan en habilidades extrañas y los recordatorios contienen eufemismos como “era extravagante” o “defendió con firmeza lo que creía” al desaparecer los imbéciles. Por eso Rufián haría bien desde ya, con una abultada goleada a favor en el marcador, en sólo esperar a palmarla. Cuando ocurra dentro de muchos años nos quedará una deuda pendiente para completar la ficción. Nadie ha sido capaz de hacerlo. Sólo un gitano de tablao, nocturno y cazallero le habrá dicho lo que todos pensamos: Madrid le pone.