El Estado español es el único que tropieza dos, tres y hasta una docena de veces con el mismo nacionalismo catalán. Aplicar las mismas 'soluciones' que han agravado históricamente el problema sólo nos llevará a los mismos callejones sin salida de siempre. Y este es el porqué.

1. El diálogo

Las llamadas al diálogo se han convertido en uno de los mantras más repetidos entre la clase política española sin que nadie haya acertado a explicar todavía qué clase de diálogo es ese que debe darse fuera del espacio que las democracias reservan, precisamente, para ese tipo de menesteres y que hemos dado en llamar 'parlamentos'. Como explica Juan Claudio de Ramón en su Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña (Deusto, 2018), conviene no confundir 'diálogo' con 'negociación' ni mucho menos con 'cesión'. Que es de lo que hablan los nacionalistas, expertos tergiversadores del lenguaje, cuando sale de sus bocas la palabra 'diálogo'. 

Y aunque este tipo de metáforas no son todo lo precisas que uno desearía, no está de más recordar que un diálogo no es muy diferente de un deporte cualquiera, con sus reglas y sanciones. Así que puede que el nacionalismo catalán se crea merecedor, en razón de circunstancias reales o imaginarias X, del privilegio de coger la pelota con las manos y avanzar con ella hacia la portería contraria. O de considerar que un gol suyo vale por cinco de su oponente. O de prohibirle al equipo contrario pisar su área. Pero eso no será entonces fútbol, sino algo muy diferente. 

Dialogar, en fin, sólo es posible cuando los dialogantes aceptan unas reglas previas que son las que les han conferido el estatus de jugador legítimo. Si se abre la puerta a la violación de esas reglas, violémoslas desde el principio. Porque anulados los pilares básicos de la Constitución, y entre ellos el de la soberanía nacional, ¿de dónde surge la legitimidad política del nacionalismo catalán para negociar nada con el Gobierno central si era la Constitución, y más concretamente la voluntad soberana de todos los ciudadanos españoles, la fuente de esa legitimidad? 

2. Referéndum pactado

El marketing político separatista, bastante menos maravilloso de lo que pretenden sus hagiógrafos, logró durante los primeros años de la Transición que llamáramos 'catalanismo' a lo que no era más que el tradicional racismo de las elites rurales catalanas. A esa ultraderecha regional, agreste, suplicante, siempre enfadada, pero sobre todo predemocrática, se le llamó luego 'nacionalismo'.

Y podría haberse quedado ahí la cosa. Pero luego pasamos a llamarles 'independentistas', 'separatistas' o 'secesionistas'. A día de hoy, ellos mismos pretenden haber encontrado al Santo Grial del camino hacia la libertad y han pasado a denominarse 'republicanos'. ¡Cuántas vueltas hemos dado para no llamarles por su verdadero nombre, que es el de 'fascistas'! 

A nuestros catalanistas nacionalistas independentistas republicanos primero se les ocurrió ser Quebec. Luego Eritrea. Luego Sudán. Luego Dinamarca. Luego Escocia. Luego Israel. Luego Montenegro. Luego Kosovo. Luego Eslovenia. Ahora fantasean con el apoyo chino, con una república a la venezolana y hasta con el terrorismo ("con muertos todo sería más fácil"). Es la misma gente que ha pretendido apropiarse de Colón, del flamenco, de la fiesta de Halloween, que ha dicho ser un imperio, haber descubierto América, ser la democracia europea más antigua, el primer Estado-nación del planeta y que acabará, en breve, habiendo descubierto la rueda y construido las pirámides

Por supuesto, la explicación de tanto bandazo es fácil. El catalán nacionalista se odia a sí mismo, se avergüenza de su cultura, de sus logros y de sus costumbres, que en realidad considera inferiores a las de cualquier otro, y de ahí que pretenda ser cualquier otra cosa, ¡hasta Sudán!, menos lo que es en realidad. ¿Qué referéndum puede ofrecérsele a quien no sabe lo que quiere? ¿Para decidir qué? ¿En qué condiciones? ¿Cuánto tiempo tardaría el nacionalismo catalán en volver a desear algo diferente en esa huida perpetua de la realidad que, cuando afecta a individuos y no a colectividades, suele acabar en el frenopático?

3. Más cariño

Miren. Yo soy catalán. No hace falta haber leído bibliotecas enteras para saber que la región catalana ha sido, junto a la vasca, la eterna niña mimada de la nación española. No ha habido dictador, rey, presidente, ministro, secretario, subsecretario, periodista o juez español que no haya tratado en algún momento de su vida con guante de seda y tsunamis de amor al carlismo catalán a lo largo de sus poco más de cien años de historia. 

No existe un gen catalán, ni por supuesto otro vasco, que haya convertido esas regiones en las más prósperas de España por pura superioridad intelectual, cultural, política y social respecto al resto de regiones españolas. Lo que sí han existido son privilegios, comerciales y políticos, y un par de ventajas geográficas que un Estado español verdaderamente equitativo debería haber compensado hace tiempo privilegiando las infraestructuras del resto del país en detrimento de las de Cataluña.   

Así que, como catalán, déjenme decirles que estoy hasta las pelotas de tanto cariño. Vayan ustedes, madrileños, gallegos, extremeños y andaluces, a derramar su amor sobre sus parejas o sobre otros españoles o sobre quien les dé la gana. Pero dejen de mandarnos amor a los catalanes. Porque es ese amor, precisamente, el que ha provocado que la adolescente caprichosa catalana ande ahora escupiéndoles, rezongando malhumorada y exigiendo un descapotable más rosa, un dálmata con cinco patas, un anillo de oro de 25 kilates.  

Así que más amor hacia los catalanes no, por favor. Para el porno ya tengo a mi pareja

4. Un nuevo Estatut

Nunca ha sido más cierta la frase "un político es alguien que crea un problema allí donde antes había una solución" que en el caso del PSC. Porque fueron ellos los que en 2005 ofertaron al nacionalismo catalán un nuevo Estatuto para el que no existía en aquel momento demanda en Cataluña. Para ello, trasladaron un debate estrictamente político al terreno de lo identitario, sentando las bases del nuevo agravio de moda entre ese sector permanentemente agraviado de la ciudadanía catalana que es el nacionalista.

En 2005, el PSC le prometió a los catalanes algo que no podía darles: una Constitución propia bajo la piel de cordero de un Estatuto de Autonomía. Cuando el Constitucional anuló catorce de sus artículos, los nacionalistas sintieron fibromialgia en su autoestima a pesar de que apenas media docena de ellos en toda Cataluña habría sido capaz de citar uno sólo de esos catorce artículos. ¿Pero cómo conformarse con 209 artículos cuando te habían prometido 223? 

En 2017, el régimen nacionalista siguió la senda marcada por el PSC y le prometió a los independentistas catalanes, por segunda vez en este siglo, algo que no podía darles. Un Estado propio. Pero el problema de las utopías populistas en soberanía ajena es que ninguna contraoferta, por más generosa que sea, rivalizará jamás en encanto con el edén prometido por los pastores de almas nacionalistas.

Y de ahí que el nacionalismo rechace hoy entre escupitajos, metafóricos y literales, la oferta de un nuevo Estatuto, al que considera poco más que una bagatela de consolación. Si acaba aceptándolo, será sólo en la medida en que este contenga nuevas herramientas que le faciliten aún más un nuevo golpe a la democracia en cuanto las circunstancias sean más favorables para el separatismo que las actuales. 

5. Federalismo

En España no existen los federalistas. O no existen en número representativo. La mitad de ellos, además, serían incapaces de distinguir la descentralizada España de un Estado federal. Las diferencias existen, sí, pero son sutiles y no siempre favorables al federalismo. Juan Claudio de Ramón es uno de esos federalistas. Pero no tiene demasiada compañía.

Lo que sí existen en España son los confederalistas, que son aquellos nacionalistas que pretenden apropiarse de la parte que les beneficia del federalismo –la de un mayor autogobierno– mientras omiten convenientemente la que les perjudica: la de la lealtad institucional al gobierno común. Es decir la llamada shared rule en inglés. "El federalismo federa. Es decir, une. Muchos de los políticos que se presentan como federalistas en España dan la impresión de proponer, en lugar de levantar un muro, conformarse con levantar una verja. Ni es una solución ni resulta muy federal" escribe Juan Claudio de Ramón en su Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. 

6. Indultos

Pocos mensajes más demoledores para la democracia que el del perdón del mayor delito político existente en una democracia, especialmente si este ha sido perpetrado por aquellos que deberían haber mostrado un escrupuloso respeto por el Estado de derecho y sus procedimientos. Llámenlo golpe de Estado o, si lo prefieren maquillado sintácticamente para las almas puras, la subversión del orden constitucional existente para la imposición de un nuevo régimen saltándose el procedimiento existente para ello y violando los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Esta última definición, por cierto, es de Toni Roldán, de Ciudadanos, y coincide punto por punto con la que da el reverenciado jurista y filósofo del derecho Hans Kelsen

Un Estado de derecho como el español, en definitiva, no debería ni siquiera plantearse la posibilidad de indultar a los mayores criminales políticos existentes en una democracia. Es decir a golpistas. 

7. Soluciones políticas, no judiciales

Los problemas políticos requieren soluciones políticas. Los delitos políticos, soluciones judiciales. La confusión entre ambos conceptos, tan alejados el uno del otro como la Tierra de Andrómeda, sólo beneficia a aquellos que pretenden conseguir por el camino del delito lo que no han conseguido por el de las urnas