El astrofísico Arthur Stanley Eddington creía que si dejáramos una máquina de escribir en la selva, algún chimpancé, después de jugar un tiempo infinito con ella, acabaría escribiendo Hamlet al azar. Aunque cuesta imaginarlo tecleando: “La luciérnaga, debilitando su fuego, indica que se acerca el alba…”, cada vez son más quienes piensan que lo importante no es que descendamos de los monos, sino que somos como ellos.

Entre esos autores destaca Desmond Morris, el zoólogo inglés que cumple hoy 90 años. En El mono desnudo se lee: “Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto el nombre de Homo sapiens […]. Como otros primates, seguimos rascándonos, frotándonos los ojos, limpiándonos las llagas y lamiéndonos las heridas. También compartimos con ellos una marcada inclinación a tomar baños de sol”.

En El Mono Gramático, partiendo de la mitología hinduista, Octavio Paz describe a Hanuman como un mono que es un pájaro que es un soplo vital y espiritual, capaz de escribir sobre las rocas una pieza de teatro. Si nos olvidamos de mitologías, de momento ningún mono ha escrito ningún libro, pero sí los ha inspirado: Nabokov encontró “el primer estremecimiento de inspiración” para Lolita en un artículo de Paris-Soir sobre un mono del zoológico de París que había pintado, al carbón, los barrotes de su jaula.

Darwin no se cansaba de mirar a un orangután hembra que entendía el idioma de su cuidador

Cuando Desmond Morris era cuidador del zoo de Londres, el historiador Felipe Fernández-Armesto era un niño que vivía cerca de allí con sus abuelos. Por las tardes, iban a ver la fiesta de tomar el té que preparaban los cuidadores de los chimpancés. Estos “tiraban el té, se embadurnaban de mermelada, se subían a las mesas y utilizaban torpemente los pasteles como proyectiles, mientras los niños y algunos adultos los mirábamos muertos de risa… Toda una ofensa contra la dignidad de los chimpancés. Ahora, sin embargo, sospecho que eran ellos los que se burlaban de nosotros. Desmond Morris empezó también a sospechar que montaban todo ese follón para complacer al público”.

Quinientos años antes Montaigne ya juzgaba en el mismo sentido: “Quizá ellos crean que nosotros somos las bestias y no al revés”. A Bernard Shaw, el único animal que le inspiraba miedo era el hombre: “Nunca he admirado el valor de los domadores de leones. Cuando están dentro de la jaula están seguros de no sufrir el ataque de los hombres”.

Darwin era otro asiduo del zoo de Londres: no se cansaba de mirar a un orangután hembra llamado Jenny, que entendía el idioma de su cuidador y disfrutaba luciendo sus mejores galas cuando iba la duquesa de Cambridge.

Washoe fue un chimpancé hembra al que enseñaron 350 palabras de la lengua de signos

En Un pie en el río, Fernández-Armesto afirma que saber que no somos los únicos animales culturales es más importante que la descodificación del genoma humano, los avances médicos y los viajes espaciales. La primera piedra del camino se puso en Japón el año 1953: unos primatólogos observaron que Imo, una joven hembra de una tribu de monos macacos, en vez de usar la mano para quitar la suciedad de un boniato, lo limpió con el agua del río. Imo enseñó la técnica a su madre y, poco a poco, se fue extendiendo a toda la tribu.

Las siguientes piedras las puso Jane Goodall en África: demostró que los chimpancés tienen lenguaje, guerrean, llegan a acuerdos para repartir la comida y fabrican herramientas.

Y seguimos el camino en el bosque de Bossou, en Guinea: “Los simios”, explica Fernández-Armesto, “utilizan la misma tecnología para partir las nueces que los humanos que habitan ese mismo entorno, dos piedras, una como yunque y la otra como martillo”.

En Estados Unidos puso varias piedras Washoe, un chimpancé hembra que conocía 350 palabras de la lengua de signos: al enseñarle su imagen y preguntarle “¿quién es esa?”, respondía “yo, Washoe”. A veces, cuando quería ir al garaje donde guardaba los juguetes, decía: “Dame llave abre puerta”. Y al morir su hijo recién nacido, cada vez que un cuidador se acercaba a la jaula ella suplicaba: “Trae bebé, trae bebé”.

Picasso compró el cuadro pintado por un famoso chimpancé y defendía que aquello era arte

El camino -repleto de hitos- de momento acaba en Brasil: por primera vez, en abril del año pasado, declararon persona a Cecilia, un chimpancé hembra.

Los chimpancés en cautiverio pueden comunicarse con un teclado de ordenador y, como Washoe, aprender la lengua de signos, respondiendo a preguntas sencillas: “¿Qué haces?”, “¿qué estás pintando?”… porque algunos son artistas: la mona Chita, que vivía en una residencia para primates ilustres en Palm Springs, pintaba cuadros abstractos que luego se vendían; también fue famoso el chimpancé Congo, uno de cuyos cuadros compró Picasso. El malagueño, admirador de Desmond Morris, defendía que la obra de Congo era arte. La mayor prueba de que somos como los monos es la similitud entre los cuadros de la mona Chita y Congo, y los de Picasso, Miró y Tàpies.

Respecto a la pintura, los monos pintan e inspiran: en la selva, frente a un espejo, Frida Kahlo se rodeó de ellos para un autorretrato.

Gerald Durrell, aparte de escribir libros, fundó un zoológico en Jersey, del que habla apasionadamente en Atrápame ese mono: “Al igual que la mayor parte de los zoos del continente, para los monos tenemos un médico además de los veterinarios porque, después de todo, los monos se parecen tanto a los seres humanos que a veces el médico puede establecer un diagnóstico cuando los veterinarios no saben qué decir”. Siguiendo el pensamiento de Bernard Shaw, Durrell se lamenta de que pasaba el setenta por ciento de su tiempo protegiendo a los animales contra el público.

¿Cuándo llegarán los monos a ser exactamente como nosotros? La clave está en la imaginación

¿Cuándo llegarán los monos a ser exactamente como nosotros? La clave, para Fernández-Armesto, está en la imaginación, que viene de nuestra memoria de cazadores y cazados. Hace cincuenta años, debido a la intromisión del ser humano en su ecosistema, aparecieron los primeros testimonios de grupos de chimpancés cazando para mejorar las dietas. ¿Qué pasará con sus mentes cuando lleven, como nosotros, dos millones de años cazando?

Tanto tiempo buscando vida inteligente en el universo… ¿y si hubiese, siquiera en estado embrionario, en el zoo más cercano?

En la presentación de su último libro, Vargas Llosa se mostró horrorizado por el daño que las redes sociales están infligiendo al lenguaje. Tiene la esperanza de que, al final, la literatura prevalezca; de lo contrario, “corremos el riesgo de llegar a un mundo de monos”.

Si las nuevas tecnologías acaban convirtiendo nuestro lenguaje en un guiñapo de palabras, y el cerebro de los monos continúa evolucionando, en alguna esquina de la Historia es posible que nos miremos como en un espejo. Y que gane el mejor.

*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.