Todas las novelas de George Smiley nacen y crecen en escenarios en blanco y negro, rodeadas de una neblina espesa, de palabras nunca dichas, de pérdidas, de verdades a medias y de medias mentiras, de esperanzas siempre inalcanzables. Y por esta arquitectura de múltiples ángulos deambulan personajes etéreos, intensos y autodestructivos si se quiere pero volátiles, abstractos, huidizos; con un sentido trágico de la existencia, siempre rodeados de decepciones; espías en el sentido más canalla y perverso del termino que nada tienen que ver con los Bond, James Bond, en tres dimensiones; seres solitarios atormentados por secretos más o menos inconfesables, víctimas de ellos mismos y de lealtades que creen inquebrantables, arquetipos maltrechos que parecen no alcanzar jamás todas las respuestas necesarias para seguir adelante sin tener que mirar atrás.

El legado de los espías (Planeta) es la última y sobresaliente novela de John Le

Carré y la novena en la que echa mano de su héroe por excelencia: el gordito,

barroco, amante de los poetas alemanes del XVII y entrañablemente cornudo

George Smiley, cuya presencia física no siempre es necesaria para hacer recaer

sobre él todo el peso, excesivo siempre, de la trama, que no es sino el de la vida

misma que parece descansar sobre sus ya cada vez más débiles hombros. Un

hombre de silencios rotundos que siempre lo ha sabido todo de las debilidades

ajenas pero que siempre se ha negado estoicamente a reconocer las suyas.

Y aunque el nudo gordiano de este legado de Le Carré se desarrolla en los primeros años del presente siglo, la atmósfera de estas páginas sigue anclada en el Berlín dividido, en la olvidada y denostada guerra fría, en el blanco y negro, en los viejos escondites londinenses de Control y del Circus, en la densa niebla de aquí o de allá, en las heridas nunca cicatrizadas… “Cuando llegamos a una edad provecta, los viejos espías nos ponemos a buscar las grandes verdades”, reflexiona Smiley en las últimas páginas del libro.

Y es que Le Carré quiere rendir cuentas con el pasado, con ese pasado que no siempre llama dos veces pero que a veces resucita muertos mal enterrados. En realidad el escritor, cuyo verdadero nombre es David Cornwell, se pide cuentas a sí mismo. Y lo hace reescribiendo y obligando a releer, con la nueva información proporcionada, dos de sus grandes obras: El espía que surgió del frío (1963) y El topo (1974). Una y otra son las elegidas por Le Carré para mirar con ojos del siglo XXI los daños colaterales provocados hace más de cincuenta años cuando el patriotismo bien o mal entendido lo tapaba todo.

El ya viejo Peter Guillam, ojito derecho de Smiley y guardián de sus más oscuros secretos, vive tranquilamente retirado en la Bretaña francesa hasta que una carta de sus antiguos jefes le devuelven a Londres para hablar de los viejos tiempos y de determinadas operaciones de antaño que parecen querer volver del mismísimo infierno. Los hijos de Alec Leamas y de Elizabeth Gold, protagonistas y víctimas de El espía que surgió del frío, quieren demandar al Gobierno británico por la muerte de sus progenitores; creen ambos que sus padres fueron sacrificados en beneficio de un bien mayor.

Paralelamente, una comisión parlamentaria –sabedora de la pasión de los ciudadanos por los crímenes de Estado– amenaza también con sacar a la luz éste y otros viejos casos del Circus que a la luz de nuestros días presentan matices mucho más difusos que antaño. Los nuevos capos quieren quitarse la mierda de encima y acabar de una vez por todas con esos viejos secretos que pesan demasiado y esos viejos héroes que pesan todavía más. Smiley parece que se haya evaporado y Guillam tiene madera de ser el perfecto chivo expiatorio.

“¿Sabes una cosa? El patriotismo ha muerto, tío. El patriotismo es para los niños… El patriotismo como justificación no colará. El patriotismo como atenuante está oficialmente jodido”, le espeta Christoph, el hijo de Leamas, a Guillam.

“Los espías –insiste– estáis todos enfermos. Todos vosotros. No sois el remedio, sois la puta enfermedad. Jugando siempre a vuestros putos juegos, con vuestras pajas mentales, os creéis los amos del universo. Pero no sois nada… Vivís en la oscuridad porque no sabéis vivir a la puta luz del día”.

La historia se revuelve contra Guillam. Se encuentra entre la espada y la espada. Y no sabe qué hacer. Además, una vieja historia de amor que lo sigue torturando y una operación denominada Carambola, que creía enterrada en la más profunda de las catacumbas, emerge para llevarse por delante no sólo a él sino también a Smiley, al recuerdo intachable de una forma de sobrevivir y a todos los que no lo consiguieron y fueron quedando en el camino.

“Nos encontramos, por tanto, dentro de un ridículo drama shakesperiano, en el que los fantasmas de dos víctimas de una diabólica conjura del Circus regresan para acusarnos por boca de sus descendientes”, ríe Conejo, uno de los nuevos habitantes “de ese parque temático del espionaje a orillas del Támesis”.

Novela crepuscular, casi irreal, de un escritor en estado de gracia que manipula tanto pasado como presente con la intención de prepararnos para el futuro. Le Carré y Smiley se van diluyendo poco a poco pero aún tienen la suficiente visión como para alertar ante lo que puede estar por llegar: “¿Por la ‘paz mundial’, sea lo que sea? ... ‘No habrá guerras, pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra’, como decían nuestros amigos rusos”, sentencia a modo de despedida el hombre que desenmascaró al gran traidor.