Del cruce de reproches entre Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez en el único cara a cara de la campaña, el del pasado lunes, sobresale el que versaba sobre el plan del Gobierno central para implantar el pago por uso de las autovías a partir del año que viene.
El candidato popular se lo achacó al socialista, que negó que el plan esté sobre la mesa. La polémica se ha avivado en las últimas horas después de una entrevista del director general de la Dirección General de Tráfico, Pere Navarro, que ha afirmado que "el año que viene, por imposición de Bruselas, tendremos que poner peajes".
Poco después, la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, salió al quite de la afirmación y Navarro tuvo que retractarse de sus palabras.
Lo cierto es que, dentro de los hitos que España debe cumplir para acceder a los fondos europeos, el Gobierno de Sánchez incluyó el compromiso de una serie de reformas para contribuir a la "transición ecológica". Y dentro de esos compromisos se encuentra la instauración de "un pago por uso de la red viaria de carreteras".
En estos momentos, no existe una obligación de introducir los peajes en 2024. El Ejecutivo pospuso la iniciativa en un escenario económicamente delicado para los españoles y con un mercado encarecido por el alto coste de la energía.
Pero sí existe la palabra dada para aplicar una medida que, en cualquier caso, sería de gran ayuda para el mantenimiento de las carreteras españolas, pues estas consumen cada vez más dinero de los Presupuestos Generales del Estado. El año pasado, casi 1.400 millones de euros. Un 11% más que el anterior.
En este periódico nos hemos posicionado en anteriores editoriales a favor de la implantación de los peajes. Pero conviene introducir varios matices. Especialmente en un contexto inflacionista que ha encarecido notablemente la cesta de la compra y que ha castigado el poder adquisitivo de los españoles.
Nuestro país tiene espejos en los que mirarse. Los transportistas españoles conocen de buena mano los peajes que deben pagar en Francia o Portugal para sufragar sus carreteras, a diferencia de lo que sucede con los transportistas extranjeros que hacen uso de nuestras autovías nacionales. Por ello, no es una extravagancia el pago de pequeñas cantidades para el cuidado de las infraestructuras en España. Todos los ciudadanos lo hacen cuando usan el tren o el avión, sólo que el coste pasa generalmente inadvertido por estar incluido en el precio final.
Por supuesto, corresponde a los dirigentes y analistas encontrar una fórmula justa para introducir los peajes. No debería pagar lo mismo quien usa las autovías para ir de una ciudad a otra por motivos de ocio o turismo que el que lo hace por razones laborales.
Tampoco debería pagar lo mismo un transportista español o europeo que un transportista ajeno al mercado común. Incluso se podría contemplar la idea de que el precio se adapte a la renta del usuario. Hay muchas variables que será necesario estudiar y ninguna de ellas puede pasar por alto que los peajes sirven, también, para potenciar medios de transporte menos contaminantes que los automóviles familiares.
Llegados a este punto, cabe reconocer que existen argumentos muy razonables contrarios a los peajes. Los principales perjudicados por la medida serán los habitantes de las comunidades litorales, para quienes los viajes serán particularmente caros. Y no sólo pueden verse más aislados, sino que pueden perder parte de su atractivo turístico.
En Extremadura, por ejemplo, a la pobre comunicación por vía ferroviaria se incorporaría un incremento del coste por carretera en un momento en el que el precio del combustible es alto.
La instalación de los peajes es una buena idea y es también, probablemente, inevitable. Es la forma más efectiva de mantener unas infraestructuras de alta calidad que consumen, al mismo tiempo, demasiado dinero de las arcas públicas. Pero son más que comprensibles las dudas sobre la idoneidad de aplicarlos a corto plazo, con una España azuzada por la inflación y sin todas las alternativas de transporte deseables en demasiadas zonas del país.