Hace unos días, la siempre encendida Ione Belarra se encorajinó en el programa de Risto Mejide contra una de las colaboradoras de este periódico, Paula Fraga.

"Una mujer trans no es una mujer", aseveró Fraga.

Tan disparatada, osada y estrambótica resultaba esta afirmación que Belarra se acogió al amparo del moderador, reprochándole que "no deberías darle espacio a la transfobia", porque "es discurso de odio contra las personas trans".

"Si en este país hubiera una Justicia de verdad, estarías condenada por delito de odio", sentenció Belarra dirigiéndose a la abogada, más ancha que larga.

No es la primera vez que la diputada deja traslucir su querencia purgativa.

El pasado julio, se revolvió geniuda contra los puyazos del agitador Vito Quiles con esta frase:

"En una democracia estarías detenido camino de la Audiencia Nacional. No me parece normal que estés en la calle después de promover terrorismo racista".

Resulta cuanto menos inquietante esta confesión de ideaciones chequistas por parte de un representante público que ha ostentado además responsabilidades ministeriales.

Podemos consolarnos pensando que los podemitas representan una marginal facción fanática dentro del sereno océano de la izquierda.

Y aún cabría engañarse de esta manera de no haber asistido, la semana pasada, a una justificación abierta del asesinato de Charlie Kirk en la cadena de radio más escuchada de España (y faro del progresismo patrio), en otros medios generalistas y en boca de no pocos políticos y tertulianos de talante supuestamente moderado.

A uno esto tampoco le pilla por sorpresa, después de haber observado que el Gobierno de España lleva años inculturando a sus simpatizantes en la tesis de que es preferible ETA que Vox.

De modo que ni Belarra ni los canallas que se han congratulado del ajusticiamiento de Kirk representan una desviación deformada del pensamiento progresista cabal, sino que encarnan su desarrollo lógico cuando esta ideología es llevada hasta sus últimas consecuencias.

La frase "no es una opinión, es un delito de odio" de Belarra ilustra bien el carácter de un ideario genéticamente incapacitado para soportar la disidencia.

Pero este rasgo está asociado al pensamiento progresista desde sus orígenes, como observó Isaiah Berlin. Porque, en sus diferentes expresiones, el progresismo se caracteriza por la persecución de un "ideal platónico".

Es decir, por la confianza en que las sociedades pueden transformarse "según ideales verdaderos en los que se crea con un fervor y una resolución suficientes".

Esta visión presupone que los problemas sociales sólo tienen una respuesta verdadera, una solución correcta. Y, por tanto, todas las demás respuestas deben ser necesariamente erróneas.

Pero si se conoce el único camino verdadero para solucionar definitivamente los problemas de la sociedad, sigue Berlin, "la resistencia debida a la ignorancia o la maldad" debe ser erradicada. Y "puede que tengan que perecer cientos de miles para hacer a millones felices para siempre".

Este es el esquema en virtud del cual se torna razonable ofrecer un "sacrificio de seres humanos en los altares de abstracciones" como el progreso.

Y la terminología religiosa no es baladí.

Eric Voegelin analizó con brillantez que el componente más determinante del colectivismo político es su elemento religioso.

Las ideologías modernas son sucedáneos de la religión. Y, más concretamente, variantes del gnosticismo, una herejía del cristianismo.

Producto de la secularización, estas "religiones intramundanas" desdibujan la frontera entre el ámbito político y el religioso, que los había mantenido separados bajo el cristianismo.

Y así trasponen las categorías de la esfera espiritual a la temporal. Entre ellas, la idea de iglesia como unión mística, que en el plano político queda trasplantada como una exigencia de conformidad espiritual. Porque "sólo los que son realmente iguales en espíritu pueden ser miembros plenos de la comunidad".

La sociedad, colectividad sacralizada a cuyo servicio queda rendido el sujeto, se considera una persona unitaria, que para estar en comunión plena no puede tener multiplicidad. Lo que implica que el enemigo debe ser aniquilado.

El gnosticismo político entiende equivocadamente que la erradicación completa del mal es susceptible de ser alcanzada en este mundo.

La salvación de la humanidad (consistente en acabar con la alienación de los oprimidos) es asequible si se saca a la sociedad de su ignorancia.

Pero este monoteísmo ideológico conlleva la prohibición de las preguntas.

Porque, para la fe en el progreso, cuestionar el orden ascendente del movimiento histórico hacia la perfección humana sólo puede ser fruto de la falsa conciencia. Y, en consecuencia, la pregunta, directamente, no ha lugar.

¿Cuántas veces hemos visto anatemizar, al socaire de esta lógica, controversias con palabras de seguridad como las siguientes?:

Denunciar las injusticias de la legislación de género es "machismo".

Rechazar la ideología queer es "transfobia".

Señalar las tensiones que acarrea la inmigración es "xenofobia".

Hablar de las saunas gays de la familia del presidente es "homofobia".

Volviendo a Kirk, lo más interesante de su caso es que se trataba de un polemista dedicado a ir por los campus americanos discutiendo amablemente.

Resulta muy elocuente que un yihadista izquierdista silenciase a alguien que encarnaba la idea misma del debate político, sirviéndose del silenciador más potente y definitivo que existe: un arma de fuego.

El asesinato de Kirk ha sido epifánico: ha revelado a todo el que quiera verlo la callada convivencia entre el discurso pacifista, inclusivo y caritativo de una izquierda gazmoña con su legitimación insensible de la violencia política.

Y no se trata de una desviación, sino de la revelación culminante de la agresividad subyacente a los planteamientos izquierdistas.

Porque el progresismo, cuyo horizonte es el triunfo de la Razón, es una doctrina de la reorganización social según criterios ideológicos, hasta el advenimiento del final feliz (la solución final) de un orden social armónico, emancipado y reconciliado consigo mismo.

Y como tal ambición de crear una nueva realidad, sólo puede ser una doctrina de la subversión, de rebelión contra el orden del ser. Porque, retomando a Voegelin, "en el choque entre la realidad y la idea, la realidad debe ceder".

Y, por eso, en último término, este afán transformador sólo puede sostenerse mediante la violencia.

En estos días en que la izquierda, a cuenta de la denuncia de la masacre en Gaza, está repitiendo el estribillo de que "estamos situados en el lado bueno de la Historia", conviene problematizar, como ha hecho Fernando Muñoz en un reciente artículo, esta idea hegeliana de que "la historia del mundo es el tribunal del mundo".

Porque transparenta el terrible "facticismo" del pensamiento moderno, que consiste en sustituir la fuerza de la verdad por la verdad de la fuerza.

Habrá quien despache el problema que ha patentizado la ejecución de Kirk achacándalo a la "superioridad moral" de cierta izquierda.

Pero esta manera de conceptualizarlo sólo servirá para eclipsar la cuestión de fondo, que es el fundamentalista idealismo constitutivo del pensamiento progresista. El trasfondo necesariamente revolucionario y violento de una mentalidad que alboreó rebanándole el pescuezo a un hombre en la hoy "plaza de la Concordia" y ofreciendo su cabeza al arrebatado populacho.

Habiendo Ione Belarra eviscerado repetidamente esa aversión entrañable tanto a que le hagan preguntas incómodas como a que se planteen preguntas sobre sus dogmas, ¿es muy difícil imaginar que la podemia aduciría la condición de odiadores de algunos de sus rivales si sufrieran un atentado a manos de algún exaltado de su cuerda?