La guerra es terrible, pero la necedad humana, que se mezcla a veces con el belicismo, puede alcanzar inusitadas cotas de pavor. Paseaba yo una tarde por las alturas barcelonesas cuando, a la entrada de un bar, me fijé en una pizarra, la típica que suele anunciar un menú o la oferta happy hour. Sin embargo, lo que habían escrito allí rezaba sencillamente: "En este establecimiento no servimos vodka ruso".

El presidente Putin brinda con un vaso de vodka junto a los soldados rusos del Cáucaso, en 2019. Kremlin

Desconozco hasta qué punto puede tal medida ayudar a los ucranianos, que llevan ya un tiempo pidiendo sin éxito un puñado de aviones MIG-29 polacos.

Lo que sí me parece descifrable es esta ridícula toma de posición por la vía del licor de patata o centeno. Una cosa esteta y de consumo propio que tranquiliza los buenos corazones. Como los de aquellos trasnochados izquierdistas que se manifiestan en las plazas con pitos y megáfonos "contra la guerra" y luego se van de cañas trascendentes.

Los boicots resultan tan tontos como asépticos. Las marcas de vodka que solemos conocer y consumir (un consumo moderado en España, en comparación al vino, la cerveza o la ginebra) no son rusas. Absolut viene de Suecia, Grey Goose y Ciroc son galas, Belvedere se produce en Polonia y Ketel One es de los Países Bajos.

Junto a los gigantes Absolut o Eristoff, del que hablaremos luego, un nombre ocupa invariablemente un lugar en los estantes de bares y coctelerías: Smirnoff.

La madre Rusia es sólo su primigenio origen. Fue fundada por Pyotr Arsenievich Smirnov, un siervo de la gleba que comenzó trabajando de lavaplatos en Moscú en 1864, labrando fortuna hasta convertirse en proveedor oficial del zar. Llegaron después los bolcheviques, y su ya conocida manía confiscatoria provocó que los Smirnov huyeran, en un periplo que les llevó de Constantinopla hasta Francia. Finalmente, un mal negocio con un socio venido de Estados Unidos en busca de fórmulas espirituosas convirtió a la marca en americana (hoy es propiedad de los británicos Diageo), donde se produce.

Por su parte, Eristoff fue creada por el georgiano Nicolai Alexandrovich Eristoff en 1806, parece que por encargo del duque de Racha. Un lobo aullando a la luna creciente, logotipo de la marca, evoca la legendaria admiración del citado duque por el misterioso animal. Actualmente, es propiedad del grupo Bacardí, fundado en Cuba por el español Facundo Bacardí Massó.

En otro orden, Stolichnaya (con su etiqueta evocadora del estalinista Hotel Moskvá), propiedad del magnate ruso Yuri Shefler, quien ha mantenido un litigio público con el régimen de Vladímir Putin, ha anunciado que cambiará su nombre por el de Stoli, una forma de "desrrusificar" el producto. Su vodka, preferido por el guitarrista de los Rolling Stones Keith Richards, se fabrica en Letonia con ingredientes eslovacos.

Entre las curiosidades de la guerra del vodka, Estados Unidos ha prohibido la comercialización de las etiquetas de procedencia rusa, aunque Amazon venda algunas, como la Russian Standard Platinum.

Diseño de la botella del Vodka Zelensky. vodkazelensky.com

Hay también una singular iniciativa suiza: Vodka Zelensky. Sus creadores se comprometen, según la propia página web, a destinar el 100% de los beneficios empresariales a los ucranianos hasta el año 2026. Y declaran, solemnemente, que "el vodka Zelensky es conocido por su excelente sabor y claridad. Una gran calidad combinada con un enfoque honorable: eso es Vodka Zelensky".

En la castigada noche del ocio barcelonés (Ada Colau aprovechó la pandemia para degradar una de sus principales industrias), el empresario Fede Sardà, amante del ilusionismo, se sacó de la chistera una vaga solidaridad con Ucrania con el boicot de la sala de fiestas que regenta (mítica Luz de Gas) a los espirituosos rusos.

Quizás desconoce, tal y como hemos tratado de contar aquí, que sus siempre divinas clientas, mientras rememoran los hits de los 80, se toman un Moscow Mule preparado con vodka de cualquier lugar del mundo menos la patria de Putin. Lo mismo diríamos del curativo Bloody Mary que los parroquianos de las viejas coctelerías de Barcelona piden tras una noche excesiva.

La solidaridad es un asunto siempre complejo, normalmente, nacida más para satisfacer al que la practica que al que la recibe. Quizás, si quisiéramos ayudar a Ucrania, fuera más efectiva la compra de alguna etiqueta de ese país bombardeado, como la Kozak, prácticamente desconocida por estos lares de siempre nobles sentimientos.