A diez años del cese definitivo de la actividad armada de ETA, ha sido muy habitual en el balance de partidos políticos y medios de comunicación la reprobación de los métodos (terroristas) de la banda (violencia) para dejar a salvo, intocables, sus fines (separatistas), legítimamente defendibles en democracia. Incluso se celebra que estos se defiendan desde las instituciones, dando por bueno el que ETA haga política a través de Bildu, y deje así de matar.

Es decir, opera aquí una especie de consumación de un chantaje que se le ha llamado, desde el planeta Posmodernia, paz en Euskadi.

Se finge la desaparición de la amenaza separatista con la desaparición de la amenaza terrorista, cuando esto no es así. Ni mucho menos. La amenaza separatista puede ser más sólida y más beligerante una vez desaparecida la amenaza terrorista, al quedar el separatismo completamente consagrado institucionalmente.

La separación no se ha producido, por supuesto. Pero ahora todo el secesionismo (jetzale y abertzale) se ha instalado en las instituciones (locales, autonómicas y nacionales) para defender la idea de un todo nacional, en referencia al País Vasco, que quiere convertirse en Estado.

Ahora, el separatismo, incluyendo el etarra, tiene a mano los resortes del Estado (educación, parlamentos, plenos, etcétera) para llevar a cabo esa fragmentación. Y para hacerlo, además, con la aquiescencia de una sociedad vasca pacificada tras la renuncia de ETA (como si la banda hubiera hecho un sacrificio o un favor). Ahora toca al Estado, así piensan muchos, devolver el favor.

Muchos ven en los planteamientos plebiscitarios, con toda candidez y como caídos de un guindo, una salida genuinamente democrática al problema catalán o vasco.

El bombardeo institucional de esta idea es constante: “España es una imposición y la separación es un derecho”. Los casi 900 muertos son incluso pocos, si se compara con la opresión secular de España frente a Euskadi.

Este es el mensaje cotidiano, continuo, machacón: los pueblos catalán y vasco, damnificados por España, tienen derecho a decidir. Esto es asumido casi como un axioma, como una evidencia democrática por parte del nacionalismo, sin que tenga una respuesta de oposición clara por quienes lo combaten. Siempre a la defensiva, inermes ante el argumento ontológico democrático.

La consulta al pueblo es la única vía legítima, dice el nacionalseparatista, para resolver el conflicto político generado por la imposición de la unidad española. La urna es el precio que tiene que pagar el Estado por la renuncia etarra. Ante esto, el que se opone al separatismo no sabe qué decir y, generalmente, calla. O sea, concede.

Ahora bien, el planteamiento plebiscitario es completamente aporético por paradójico y, por tanto, absurdo. Porque ¿qué pueblo es el que tiene que tomar tal decisión?, ¿qué pueblo vota?, ¿cómo se establece el censo de los que deciden en dicho posible referéndum?, ¿quién es el titular de la soberanía al que se le consulta?, ¿cuál es el sujeto político de referencia?

Puesto que es esto lo que se discute, el planteamiento del referéndum es una medida puramente demagógica que sirve para adular a ese pueblo (esto es el nacionalismo, pura adulación populista) y dar bombo a quien lo plantea. Pero no resuelve nada.

Si se determina que el sujeto consultado es el pueblo vasco, ya no hace falta votar, porque ya se habría considerado soberana a una fracción de la soberanía española. Así que, antes de que fuese consultado, ya se habría decidido que sólo él es el que tiene que ser consultado.

Ya se habría decidido con anterioridad a la consulta, y al margen de su resultado.

No habría, ni podría haber, decisión del pueblo vasco.

De otro modo, si se determina que el sujeto al que hay que consultar es al pueblo español (titular de la soberanía desde el punto de vista constitucional), entonces tampoco haría falta votar porque estaríamos en las mismas: el pueblo vasco seguiría sin decidir por sí mismo, al fijar de nuevo como sujeto decisorio al pueblo español en su integridad. Tampoco habría aquí decisión del pueblo vasco.

En definitiva, el referéndum es una vía muerta que, de una forma o de otra, se vuelve superflua por su propio planteamiento.

Eso sí, sirve como idea fuerte, reivindicativa y demagógica en manos del nacionalismo para erosionar y debilitar la nación española. Y hace que la acción del Estado en determinadas regiones españolas se convierta en, prácticamente, una quimera.