Número de febrero de la revista Time, portada y reportaje en páginas interiores: "La historia secreta de la campaña en la sombra que salvó las elecciones de los Estados Unidos".

A estas alturas ya sabrán de qué les hablo. O quizás no. Porque lo que debería considerarse como el mayor escándalo que ha sacudido la democracia estadounidense (diría que más que el Watergate), ha pasado por nuestros medios de comunicación sin pena ni gloria.

No se trata de un reportaje de denuncia, sino de reivindicación, y eso es lo importante. La prolija descripción de cómo "una alianza informal" entre activistas de izquierda y grandes corporaciones consiguió la derrota de Donald Trump y la investidura de Joe Biden es toda ella, a la par que una justificación, el narcisista relato de una proeza (a sus ojos) necesaria.

"Una camarilla bien financiada de personas poderosas, que abarcan industrias y tecnologías, que trabajan juntas detrás del escenario para influir en las percepciones y cambiar las reglas y las leyes, dirigen la cobertura de los medios y controlan el flujo de información. No estaban manipulando las elecciones, las estaban fortaleciendo. Y creen que el público debe comprender la fragilidad del sistema para garantizar que la democracia en Estados Unidos perdure".

Esa es la clave: se confabulan para que Donald Trump pierda las elecciones, pero lo hacen por el bien de la democracia. Por el bien de los estadounidenses, en suma. Podríamos añadir por el bien de aquellos estadounidenses que hace cuatro años cometieron el error de votar a un antisistema. Por su bien.

Puede que el establishment estadounidense sea más sofisticado, que sus motivos parezcan más nobles. Pero lo cierto es que poco se diferencian de los que desde sus escaños, micrófonos o redes sociales justifican la anomalía democrática de negar a un partido político (Vox, como antes lo fueron el PP o Ciudadanos) que concurre a unas elecciones llamadas libres la posibilidad de estar presente en las calles defendiendo sus ideas.

Y sí, también dicen hacerlo por el bien de sus conciudadanos y por el de la democracia.

Como siempre, el lenguaje (su perversión, más bien) es la clave. Si el fascismo es malo, tu deber como buen demócrata es oponerte a él. Vox es un partido fascista, ergo no tiene derecho a participar en la escena política.

Ítem más: quien se enfrenta a él es un antifascista. Alguien que está, por tanto, en el lado correcto de la historia. De ello se infiere que tanto sus palabras como sus actos (por violentos que sean) pueden y/o deben ser justificados.

Importa poco que quienes firman la fatwa o quienes la llevan a término sí cuenten con los rasgos que definen claramente un movimiento totalitario.

Por ejemplo, la aspiración a eliminar al contrario, la xenofobia o la aversión a las libertades individuales o el pluralismo político.

O que sea Arnaldo Otegui (convicto de integración en organización terrorista y secuestro) su referente moral y que sus acciones sean el espejo en el que mirarse.

O que sea a él y a los suyos a quienes se levante peana en el santoral de los que agreden, y sean los agredidos los que, en nombre de la democracia, deben ser eliminados.

Podría parecer evidente que tales presupuestos son una clara inversión de lo que es bueno o malo, de lo que es justo o injusto. Pero como decía Alfred Jules Ayer, la proposición analítica no puede ser refutada por la experiencia porque simplemente no se refiere a ella.

Basta un somero repaso a la historia del siglo XX, y aún del XXI, para darse cuenta de cuántas atrocidades se han cometido en nombre de un pretendido bien común. Cuántos nombres de raíz positiva se han dado a los movimientos más criminales de la historia (popular, demócrata, progresista). Y a cuánta gente se ha eliminado (física o moralmente) o se ha privado de libertad para preservar un modelo de sociedad ideal. El suyo.