Pablo Iglesias dijo la verdad cuando comparó el exilio de los republicanos españoles con el exilio de Carles Puigdemont. No la verdad sobre los republicanos españoles, ni siquiera la verdad sobre Puigdemont; sino la verdad sobre sí mismo. Iglesias se quedó desnudo: se le transparentó el esqueleto ideológico. Se reveló, como en una radiografía fulminante, el mamarracho que es.

Pablo Iglesias es vicepresidente segundo del Gobierno, y por lo tanto el responsable último de sus mamarrachadas es el presidente Pedro Sánchez, que lo puso y lo mantiene. De acuerdo con la triste militancia del PSOE que le pedía en Ferraz: “¡Con Iglesias sí!”. Desde un Gobierno del PSOE, pues, jaleado por la militancia, se ha insultado al exilio republicano, incluido el del PSOE, como sólo se había hecho desde el franquismo.

Se ha visto que para Iglesias esa República que tiene todo el día en la boca no es un país democrático como la España surgida de la Constitución de 1978. Si Iglesias no ha parado de despreciar nuestra democracia llamándola régimen del 78, es decir, un sucedáneo del régimen de Franco, está claro que la democracia de la II República, que fue exactamente la que se restableció en 1978, no era lo fundamental para él. Lo fundamental para él era un folclore tan estúpido como para hacerlo comparable con Puigdemont. Con Puigdemont y los demás independentistas, incluidos los proetarras.

Estos últimos, conviene no olvidarlo, son unos sujetos que creen en el asesinato político: una creencia de la que no han abjurado, sino que sólo han aparcado estratégicamente, por motivos prácticos. Pertenecen, como Puigdemont, como Iglesias, a la terrorífica tradición totalitaria de los que se consideran intérpretes de la nación o el pueblo o la gente, y anhelan por lo tanto un poder que esté por encima de la ley.

La España de 1978 se reconcilió con la II República y la tradición republicana; también con el exilio republicano. No hay más que ver todos los programas de A fondo con entrevistas a los exiliados que volvían. O el mismo culto a Antonio Machado y Federico García Lorca. O los debates de La Clave. O la historia de la guerra civil de Hugh Thomas, que se vendía por fascículos en los quioscos. Es falso que en la Transición se olvidara: no se hacía más que recordar.

Pero como Iglesias se ha negado a aceptar todo esto, no tiene más remedio que abrazar a los histriones que han torpedeado nuestra democracia. Y esa es la verdad de Iglesias: no está con nuestra democracia, sino con esa otra cosa en la que sí están los proetarras y Puigdemont, del que se sirve ahora para insultar a los exiliados de cuando España no era una democracia.