Estoy siguiendo la polémica por el homenaje a Jaime Gil de Biedma con entusiasmo. Echaba yo de menos los artículos cruzados, las columnas con réplica y contrarréplica que tantos momentos gloriosos en otros tiempos, para solaz y esparcimiento, nos han ofrecido a los lectores de prensa diaria.

Más allá del debate en sí (la separación entre obra artística y vida privada del autor, lo pertinente del reconocimiento público por la valoración de los actos íntimos y no por los méritos artísticos) que plantea unas reflexiones interesantísimas por su alcance filosófico, moral, ético y estético, y con unas delimitaciones tan delicadas y difusas que merecen la pena ser transitadas para poner a prueba nuestras convicciones, en un momento social en el que Razón y Emoción se baten en irreconciliable duelo, a mí me inquieta un fenómeno tangencial que ha evidenciado este capítulo: ya están aquí, que diría Carol Anne.  

No me refiero a los fantasmas de un antiguo cementerio indio, lo que nos faltaba en este 2021 desatado, sino a la protoinquisición puritana y melindrosa de importación que se ha autoarrogado la propiedad y representación de todo movimiento en defensa de justicia social que ha encontrado a su paso.

Salvo honrosas excepciones (dios, qué gusto da leer a algunas de nuestras plumas, qué virtuosismo con las palabras, qué manera de hacer sentir a uno pequeñito cuando les lee) el nivel del debate público intelectual ha sido de Sálvame Deluxe Ilustrado, reducido a si un poeta muerto hace 30 años fue o no fue una buena persona. 

Pareciese que en cualquier momento se iba a comentar en plató lo de Manuel Bueno Bengoechea atizando a Ramón María del Valle-Inclán con un bastón y dirimir si eso lo convierte en un miserable o sólo en un cuestionable tertuliano con mal perder. Salpicado todo el programa, claro, con cebos de lo de Antonio Machado con una cría. Qué escándalo. Pero lo contaremos al final, no se vayan, después de publicidad.

Debe de ser que soy muy poco groupie y a mí la vida de los artistas, de los creadores, poco me importa. Porque no voy a relacionarme con ellos sino con su obra, más que nada.

Uno ni siquiera a sus amigos exige, a poco que respete y aprecie al prójimo, que se ciñan a su especial sentido de la ética y la estética. Como mucho decide si se relaciona o no con ellos si se desvían demasiado de lo que para cada cual es aceptable. Es más, uno con sus amigos, una vez lo son y se les ha expedido el título con honores, tiende a ser más laxo. Incluso a alterar su escala de valores ad hoc en ocasiones y por lealtad.

Yo, sin ir más lejos, podría disculpar un pequeño homicidio a una amiga querida, pero no le perdonaría que se liara con un ex que aún escuece, por ejemplo. Cada uno hace lo que puede. 

Pero no me líen. Yo lo que he venido a decir es que me siento, viendo a una parte de la intelectualidad patria intentando decidir quién merece reconocimiento y quién no, no por sus méritos artísticos sino por su ejemplaridad en los actos íntimos, como aquel que lleva tiempo atrincherado en una finca de Arkansas con algunos supervivientes más, cansado y armado con un rifle, viendo a los zombis woke de lejos, tratando de defender lo que aprecia: y, de pronto, una mañana, ve llegar a alguien conocido con un brazo colgandero, la cabeza ladeada, gruñendo un poco y echando babas, levemente grisácea la piel, abierto por dentellada el cráneo. Le puede pasar a cualquiera.

“No son zombis, son infectados” me dice Joe (siempre se llama Joe en las pelis el mejor amigo) mientras me pone la mano en el hombro, desolado. “Y ya están aquí”.