En el quehacer del político vulgar, la propuesta siempre acaba ajusticiada por el marketing y los anhelos cinematográficos. Era propio de una democracia anular el mausoleo de Franco, pero el Gobierno –en su intento por imitar a Leni Riefenstahl– acabó escribiendo el último episodio de Torrente.

La verdadera "memoria" continúa siendo fusilada por el electoralismo. ¿Cómo se explica, si no, que el desentierro de los generales golpistas y el cambio de calles hayan llegado antes que la exhumación de las fosas comunes? ¿Qué le importa el dictador a una anciana que todavía no ha podido dar digna sepultura a su padre?

Puestos a seguir envenenando el presente con los tragos más agrios del pasado, le toca el turno a Manuel Azaña. Moncloa quiere sacarlo de su tumba en el exilio para rendirle homenaje en España. Imaginemos que Pedro Sánchez acaba de llegar, que no existen evidencias retrospectivas para construir predicciones demoledoras.

La propuesta en sí no tendría por qué ser mala. Azaña, que también tuvo sus oscuridades, es un buen antídoto contra la crispación. En sus horas crepusculares, abjuró de toda guerra y llamó a la paz, la piedad y el perdón. Ojalá las tres "pes" de don Manuel germinaran en el interior de los políticos que le citan impúdicamente, de izquierdas y derechas.

Somos muchos los que pensamos que la lectura es mejor camino que los trabajos de sepultura para abrillantar un legado, pero otorguemos a Sánchez el beneficio de la duda: "Oye, no es tan mala idea. Como mínimo, debatámosla". Olvidemos incluso que el propio Azaña ya se pronunció al respecto: "Que se propaguen mis doctrinas si se cree conveniente, pero mi cuerpo es de la tierra donde caiga".

Al borde de la Nochevieja de 2020, llamé a María José Navarro Azaña, sobrina nieta del presidente de la II República. Un día antes de que Carmen Calvo anunciara en televisión el proyecto de desentierro, la vicepresidenta coincidió con María José en la inauguración de la exposición que acoge la Biblioteca Nacional. Charlaron un ratito.

Ustedes, igual que yo, pensarán: seguro que Calvo trasladó a los Azaña –en nombre del Gobierno– su ilusión exhumatoria. ¡Nada! ¡Ni una palabra! ¡Ni una mera insinuación! Imagínense la sorpresa de María José, veinticuatro horas después, al escuchar el anuncio en boca de la propia vicepresidenta.

Todavía es Navidad. Inyectémonos una sobredosis de prójimo. Estamos sentados en el sillón. Mañana tonta, un poco de zapping. Aparece un ministro en la pantalla. Dice que le encantaría desenterrar a nuestro padre, a nuestra abuela; pero a casa no ha llamado nadie para preguntar. Eso les sucedió a María José y sus primos con el "tío Manolo".

¿Qué pretende el Gobierno? ¿Desenterrar al Azaña muerto para enterrar la opinión de los Azaña vivos? Dijo Carmen Calvo en la tele que, por supuesto, se respetará la opinión de la familia. Aunque, visto lo visto, no lo suficiente como para avisarla antes de lanzar un anuncio de tal magnitud.

Y vamos ya con la propuesta: si Azaña es enterrado en España, las generaciones venideras olvidarán que murió en el exilio. Él, que fue mejor pensador y escritor que político, lo previó con el "mi cuerpo será de la tierra donde caiga". Por cierto, María José y sus primos rechazarán la propuesta… en caso de que se la remitan.