Año 2020. Lo cerraremos de un portazo, sin despedirnos, girándole la cara o con el gesto apresurado del que sólo desea salir corriendo. Dejar este año, este puñetero y atribulado año.

Empezó en enero, como todos, y en enero se torció. Pero no sólo porque el bicho ya anduviese entre nosotros. Con un debate de investidura en plena Epifanía se daba inicio a un Gobierno que se nos está haciendo tan largo como la pandemia. 

"Nuestros sueños no caben en vuestras leyes" dijo el portavoz de EH Bildu. Y Sánchez contestó amén. Y a partir de ahí, la mentira se hizo BOE, habitó entre nosotros y lo impensable se hizo real.

El abrazo de los náufragos Sánchez e Iglesias dio inicio al proceso de demolición de la España que hasta ahora habíamos conocido. Deprisa, deprisa, la primera piedra inaugural fue el proyectil con el que iniciar el desmoronamiento. Como la construcción del hospital exprés de Wuhan, pero al revés.

Ignorantes del virus e ignorantes de lo lejos que iban a llegar, pasamos el enero y el febrero imaginando que el Covid-19 era una gripe y que lo que el Gobierno amagaba con hacer tendría los frenos que nuestro sistema prevé. Nos equivocamos en las dos cosas.

Una mentira, después otra y otra, y dio comienzo el confinamiento. Supimos entonces que de la noche a la mañana podíamos convertirnos en una masa obediente, disciplinada y dócil. Descubrimos que la repostería es una ciencia exacta, que la riqueza se puede medir en balcones, terrazas y macetas, que una pantalla dividida en multitud de caras puede ser una fiesta y que un teléfono móvil que ya no da señal quizás sea una ausencia sin despedida.

Creímos en la fuerza de los aplausos primero y de las cacerolas después, pero también del silencio. "Resistiremos", "saldremos más fuertes", "cuando esto pase", "volveremos a ser los que éramos". Manos limpias, mascarilla –innecesaria, obligatoria, sanitaria, tuneada– y distancia de seguridad. Todo eso.

Aprendimos el valor de médicos, enfermeras, celadores, farmacéuticos, pero también de los que limpian las calles, los que llevan las cosas de un sitio a otro, de las cajeras, los reponedores, de quienes hacen posible que haya algo que reponer, de los rostros mal maquillados en la televisión, de las voces en las radios, de quien escribe en la prensa, de quien hace que todo lo obvio funcione.

Nos acostumbramos a las calles vacías y el parte diario de bajas, incluso falseado, nos pilló anestesiados. No quisieron que viéramos el dolor, que viéramos a los muertos. Nos querían inconscientes, y casi lo consiguieron.

Y supimos que se puede amordazar un parlamento, legislar por la puerta de atrás, comprar a una prensa, callar a otra, decir lo uno y lo contrario, no rendir cuentas, convertir la política en puro márquetin y dejar a mucha, mucha gente atrás.

Pasó el encierro y se nos dio el espejismo de un respiro –se ha doblegado la curva, salid a disfrutar– pero sólo para tener a quien culpar. La confusión se multiplicó por 17, aeropuertos sin control, cierres perimetrales, relajamiento, restricciones, fase uno, dos, tres, cuatro, vuelta a la casilla de salida.      

De este 2020 quedarán los muertos, los pobres, las empresas quebradas y las vidas en suspenso. Pero quedará también todo lo que se ha roto, todo cuanto se ha legislado, todo el mal que se ha hecho.    

Y ahora, en este año que empieza, a punto de encarar la tercera ola con la vacuna como pertrecho, tenemos tanto miedo como esperanza. No sabemos si es el principio del fin, si vamos sólo hacia una tregua o si en una noche como la de hoy, pero del año que viene, lo recordaremos casi todo como un mal sueño.