No todo ha resultado miserable en 2020. Al menos, los humanos, espoleados por la urgente necesidad, hemos sido capaces de crear una vacuna contra una enfermedad hasta hace poco inexistente en un tiempo absolutamente récord. Al menos, también, hemos recordado que las fronteras son cicatrices apuntadas en papel, irrelevantes para los virus y tantas otras cosas. Al menos, por supuesto, hemos aprendido a apreciar más una puesta de sol, el halago de un amigo o la caricia de un amante. La fragilidad, tan reparadora.

En 2020 hemos descongestionado los cielos y también las carreteras, advirtiendo por primera vez de forma masiva que, si no hay cambios sustanciales en nuestro comportamiento, despeñaremos al planeta por el acantilado galáctico de lo irrecuperable, y nos odiarán las generaciones venideras, como ya vienen advirtiendo.

Hemos adquirido mascotas que aligeren la soledad, y hemos salido en números desconocidos a hacer deporte al aire libre –los domingos hasta se aglomeran bicicletas por caminos improbables.

Algunas –muchas– parejas han confirmado lo que sospechaban: que en realidad no se soportan, que sólo las mantenía la costumbre y la pereza, y han optado, después de una convivencia demasiado intensa, demasiado cercana, por recomponer su puzzle con otras piezas. No encajaba bien la que había y probablemente tampoco lo hará la siguiente; pero mejor descubrir que el futuro, y la conclusión, ya llegó. En realidad, lo había hecho hace algún tiempo pero, en nuestra inconsciencia y comodidad, preferíamos no mirar al elefante invisible del salón.

También nos hemos desenganchado, en parte, de algunos deportes que probablemente ocupaban demasiado espacio, como el fútbol. Ya no resulta tan apasionante, ni tan necesario. Sí lo sigue siendo Rafael Nadal, que mantuvo su tradición imposible –hace años que ya lo es– y ganó el Roland Garros más extraño. Esta ha constituido otra circunstancia positiva del año del que todos nos habíamos enamorado, por la estética de su numeración, antes de conocerlo.

El Congreso aprobó la ley de Eutanasia, lo cual aporta cierta tranquilidad: ya no hace falta que uno se arrastre durante sus últimos momentos en el límite entre la vida y la muerte hasta que se detenga el corazón. Ahora mandará la cabeza de cada uno, cuando se den las circunstancias procedentes. Morir será una despedida triste, pero no será una enorme y dolorosa tragedia para quien así lo desee.

También se ha digitalizado la sociedad a un ritmo impensable hace sólo un año. Ha llegado el teletrabajo con una fortaleza inusitada. Y se quedará para siempre. El virus hizo crujir la vida, y esta mutó, como él. También para siempre.

Casi al cerrar puertas, el 2020 también le trajo a James Rhodes la nacionalidad, y ya respira como español. A mí me alegra: quizá no sea el mejor pianista del mundo, pero sus méritos frente a las 88 teclas resultan contundentes. Y su lucha contra los que abusan de los niños, plasmada en la ley que lleva su nombre, resulta formidable.

El final del año ha traído malas noticias a Alemania, país modélico al principio de la pandemia. Portugal también consiguió la admiración de Europa por su manera de contener los contagios, pero luego la perdió. Nuestras propias estadísticas cada vez se parecen cada vez más a las de los países europeos más maltratados por el Covid-19, que en una pandemia no hay nada de lo que se pueda presumir.

Ojalá, más pronto que tarde, entendamos también que quienes nos salvan la vida deberían disponer de los medios humanos y técnicos adecuados, utilizar protecciones acordes con el reto al que se enfrentan y disfrutar de una recompensa económica acorde con su entrega. Esto, de momento, está pendiente, y nos hallamos demasiado lejos de este objetivo.

El 2020 nos ha detenido, y su tsunami nos ha hecho pensar. En medio de la reflexión, echamos de menos a todos los que la pandemia ha matado. Pero, también por ellos, a escasas horas de la conclusión de este año terrorífico, deberíamos prometernos que saldremos con todas las fuerzas para afrontar la era post-Covid-19. Será un camino nuevo, fresco y a menudo arduo, pero puede, sólo puede, que nos conduzca a un sitio mejor que ese que habitábamos en 2019.