Quizás era martes cuando volvió a despertarme el gran sonido de mis pesadillas conscientes -el tono Radar del iPhone a las ocho y media, que me carcome el cerebro como una ratita alegre y virtual capaz de reventar el día antes de que empiece-. Es verdad que en un mundo donde uno se despereza a determinada hora por obligación -un mundo donde uno inaugura la jornada obedeciendo- no parece que nada hermoso vaya a venir a continuación, pero lo que sucedió fue peor. A Spotify le había dado por alimentar a sus feligreses con los datos del año: con el artista más escuchado de cada uno, con las canciones más escuchadas de cada uno, con el género más escuchado de cada uno.

A todos nos gusta recibir esas pinceladitas sobre nosotros mismos: nos da la sensación de que alguien nos está atendiendo, nos está escrutando, nos está intentando definir, aunque sea un algoritmo. Aunque sea una empresa. Aunque no les cueste trabajo. Aunque ese dato no nos conceda importancia. Aunque sea para vendernos humo a cambio de un módico precio: algo de conocimiento sobre nuestra precaria alma. Dan en la diana, estos de Spotify, porque si uno se dedica a algo en la vida es a intentar saber quién es. A observar las propias reacciones. Las propias repeticiones. El propio estilo.

Había algo que me escandalizaba un poco ese martes en el que vi a todo el mundo compartiendo su listado musical: me pareció una información muy íntima, una información bastante medular y no pedida, como cuando alguien te enseña demasiado las encías al sonreír, como cuando alguien mea entre dos coches en tu presencia. Es de una confianza incómoda. No se puede escapar de ahí sin ofender a quien se entrega.

Durante la mañana identifiqué claramente a mis amigos depresivos y a mis amigos eufóricos según sus resultados -mejor dicho: confirmé mis intuiciones-; e incluso detecté a aquellos depresivos que se ponen música eufórica para no rebozarse en la pena negra. La música del autoengaño. La música de las fiestas imposibles en las que sólo está uno mismo. Escitalopram y reguetón: el cóctel de nuestro siglo.

Distinguí a los intensos, a los románticos, a los politizados, a los divos narcisos que interpretan frente al espejo del baño. Los leí en sus canciones. Sonreí a los promiscuos: si hacen eso con los discos nuevos -me dije- qué no harán con las personas nuevas. ¿Estaban ellos dándose cuenta de lo que gritaban? ¿Estaban siendo conscientes de los secretos que segregaban esas elecciones inconscientes, esas obsesiones subterráneas que nos llevan a repetir en bucle, una y otra vez, la misma canción? ¿Se habían reconocido, al menos, qué decían esas canciones de sí mismos? 

Pensé en cuántos de los que compartían sus datos habrían relacionado esas canciones directamente con personas. Cuántos mensajes subterráneos había ese martes en la red, cuántas declaraciones de amor silenciosísimas. Cuántas maneras de decir: esta es la canción que me ayudó a irme; esta es la canción con la que me sentí guapa; esta es la canción con la que te extrañé algún rato; esta es la canción que me hubiera gustado que me dedicaras; esta es la canción con la que te mandé al carajo; esta es la canción con la que abrí más botellas, con la que me duché, con la que me masturbé, con la que me imaginé bailando con conocidos en las viejas discotecas. 

Casi escuché sus estados de ánimo. En el fondo sentí algo de envidia por no poder acceder a mi propio listado: no porque sea una underground, sino porque sigo sin Spotify Premium. Es un recordatorio de mi propia cutrez, pero me gusta la cosa manual de poner las canciones en Youtube: me gusta tener que teclearlas, amasarlas un rato más entre las manos, como las películas extintas del videoclub. Todo lo que me gusta se esfuma cada vez más rápido. Me están arrancando los rituales. 

Al menos puedo hacer cábalas. Creo que la canción que más significó para mí este año ni siquiera es de este año. Es una del último grupo que vi en directo -en un directo de verdad allá en febrero en el Ocho y Medio, con sudor mundial y abrigos pesados en los brazos y botellines de cerveza y luces azules y besos en los estribillos favoritos-: Chica de Oro, de Él mató a un policía motorizado. Entonces no sabía que cobraría significado. Entonces yo era otra, entonces yo soñaba otras cosas. Esta es mi manera de pasar por el aro, esta es mi pornografía emocional: Cuando juntes fuerzas las cosas van a estar mucho mejor, cuando juntes fuerzas, chica de oro. No sabe uno lo que revela.