No sé lo que ha dicho exactamente Carolina Herrera sobre el pelo largo, los bikinis, las minifaldas y las mujeres mayores de treinta, porque de todos es sabido que un titular puede tergiversar ciertas declaraciones hasta convertirlas en una mentira.

El caso es que se supone que la diseñadora ha soltado unas verdades absolutas y absolutistas sobre lo que es y lo que no es una mujer con clase, y de ahí al batiburrillo habitual de Twitter y aledaños, mucho enfado y esas cosas. Ahí está lo interesante del asunto, en que me cabree lo que una señora a la que no he visto en mi vida opine sobre las melenas y las vestimentas de las humanas que nacieron antes de los noventa, o sea, un montón de millones de mujeres.

Porque una cosa es mi opinión, que no me genera emoción alguna y según la cual, en el caso de que las declaraciones sean auténticas, la señora venezolana o se ha pasado de prepotente o se le ha ido un pelín la pinza. Ese pensamiento ocupa una milésima de segundo, si es que llega. Otra cosa es que las palabras de alguien tan ajeno a mí me hagan saltar cual resorte, me eleven el cortisol hasta el techo y reaccione, de la manera que sea.

¿Me estoy enfadando con Carolina Herrera o con toda la gente que ha opinado sobre mí a lo largo de mi vida? ¿Qué es lo que esa supuesta declaración ha pellizcado en mi interior? Lo que te choca te checa, que dirían en México, y eso dice mucho de nuestra autoestima, del eje desde el que somos y nos relacionamos, de los límites que percibimos entre nosotros y el exterior.

Cuando andamos con la confianza a tope, nos volvemos sordos ante comentarios que ni nos van ni nos vienen. Cuando vivimos con los cimientos anclados en el lugar correcto, o sea, en nuestros entresijos, no nos tambalea lo que otros suelten por sus picos de oro. En la desconexión con mi centro se encuentra la conexión dañina con el prójimo, sea mi padre o sea una diseñadora de moda.

Me paso la vida tan pendiente de lo que opinas de mí aunque no me conozcas, que tus aseveraciones me vapulean hasta lo más profundo. No sé quién soy, así que me convierto en una diana y me siento insultada por Carolina Herrena, que ha dicho que como llevo bikini y pelazo, no tengo clase alguna. Qué asco de vida la mía.

O quizás haya quien considere que, efectivamente, la clase (sea lo que sea eso) venga determinada por algo que no radica en el equilibrio, el saber estar, la personalidad, el carisma, la naturalidad, la coherencia y la educación. Se fijan en la forma en lugar de en el fondo, se meten en el cajón prefabricado que les proveerá de la tan ansiada cualidad y ahora se enteran, por culpa de la Herrera, de que por un maldito palmo de pelo, no son dignas de pertenecer a la casta fabulosa. Y si no pertenezco, no tengo ni puñetera idea de quién soy. Desasosiego máximo.

Dos opciones: le llevo la contraria a la señora venezolana/neoyorquina y redacto mi manifiesto sobre la elegancia, en el que incluyo mi trenza interminable, o galopo rauda y veloz hasta la peluquería más cercana, lanzo mis bikinis por la ventana y aquí no ha pasado nada.

Estas gentes encajonadas suelen tener la costumbre de, a su vez, sentirse con el derecho de opinar sobre lo que no tiene nada que ver con ellos. Es un camino de ida y de vuelta que cuando acaba vuelve a empezar, así siempre estoy ocupado molestándome y molestando. Lo de la viga en el ojo ajeno de toda la vida de Dios, ahora en forma de cabellera. Mañana quién sabe.