La razón de que, para lograr sus fines, el separatismo empiece por la lengua no es otra sino la de que la lengua no solamente sirve para unir a los hombres, sino también para separarlos, babelizarlos. Así, elegir una lengua como “seña de identidad” que no sea entendida por los demás españoles no tiene otro alcance que el de volverse de espaldas a éstos, es decir, levantar una muralla aún más infranqueable de lo que pudiera ser un muro berlinés.

La lengua española, común a toda España, ha penetrado y sigue penetrando en todo ámbito social español, y es esto, precisamente, lo que se trata de frenar desde aquellas facciones e instituciones que buscan el reconocimiento de la nación fraccionaria correspondiente (catalana, vasca, gallega).

Obstaculizar la penetración del español en determinadas partes del tejido social español es el modo más efectivo, por expeditivo, de romper ese tejido común (por ejemplo, impidiendo a muchos españoles el acceso al mercado laboral en determinadas regiones al exigir, como se hace, el conocimiento de una lengua regional no común, no bastando el conocimiento de la lengua común, que además también es oficial, para acceder a un empleo en cualquier parte de España). Así ocurre en determinadas administraciones autonómicas españolas que, con la excusa de poseer “idioma propio”, distinto del español, se llega incluso, ya no solo a obstaculizar, sino a penalizar en tales regiones el uso del español.

Una obstaculización paulatina, es el llamado proceso de “normalización lingüística”, cuyo objetivo último es la completa erradicación del uso del español en ellas, primero en los organismos oficiales autonómicos y municipales (desde la escuela a la Administración, pasando por la señalización del tráfico, topónimos, onomástica, etc.), para a continuación conseguir su erradicación de cualquier ámbito social (empresarial, mercantil, sanitario, cultural, escolar, etc.).

Un proceso que tendría su equivalente, en otros países, al de no poder estudiar en algunas partes de Inglaterra en inglés, o no poder dirigirse a la Administración pública en algunas partes de Francia en francés: ¿acaso no sería sorprendente el que en Alemania la propia Administración pusiese trabas para escolarizar a un hijo en alemán, o directamente lo impidiese?; es más, ¿no sería ya delirante el que en Italia se penalizase a un comerciante por rotular su negocio en italiano y no hacerlo en francés (que es oficial en el Valle de Aosta)?; ¿acaso se podría uno imaginar que en Alemania las autoridades del land de Baviera manifestasen que el alemán es una lengua impuesta, y obligasen a un emigrante español a estudiar bávaro antes de poder acceder allí a un puesto de trabajo?

En definitiva, la afirmación constitucional, por cierto, del plurilingüismo co-oficial en España trata de ocultar y hacer desaparecer el idioma común, poniendo toda clase de trabas y dificultades a su desarrollo en determinadas partes de España, y que sólo interesan al separatismo.

Dos consecuencias evidentes se derivan de esta política lingüística: la imposibilidad de penetrar y desenvolverse con normalidad (igualdad de oportunidades) en determinadas partes de España siendo competente en el uso de la lengua oficial y común, siendo el hispanohablante discriminado desde un punto de vista laboral, administrativo, escolar, etc.; y, además, lo que aún es peor si cabe, la imposibilidad, que ahora consagra la llamada “Ley Celaá”, de una formación académica en español para la población que habita en tales regiones (Cataluña, Galicia, País Vasco, etc.), impidiendo a muchos españoles el acceso a un uso competente de un idioma de rango universal, con todo lo que ello implica, de tal manera que actualmente a varias generaciones de españoles (y también de extranjeros residentes en España) se les está amputando la posibilidad de desarrollar competentemente su formación en un idioma universal, que, además, es oficial en su región y común a toda España.

Visto lo visto, suenan hasta ingenuas estas palabras de advertencia de Unamuno al respecto, a propósito de la “bilingüidad oficial” que ya instauró la Segunda República:

“La bilingüidad oficial sería un disparate; un disparate la obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en el País vasco, en el que ya la mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso cancilleresco hasta el siglo xv, y que enmudeció en tal respecto en los siglos XVI, XVII y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán en el desconocimiento del español -lengua internacional-, y sería una pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán, mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado de dialectos. La bilingüidad oficial no va a ser posible en una nación como España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia, hayan sido oprimidas por el Estado español no es más que un desatino” (Unamuno, La Promesa de España, El Sol, 14 de mayo de 1931).