Sí, ya sé que el país se hunde, que el virus no se va, que lo que viene es terrorífico, que lo de este gobierno no tiene nombre, que menudo el PP con la Kitchen y con Ayuso, que qué asco Otegi y qué horror Torra... pero en el último día oficial del verano tengo que abordar lo que me ha venido atormentando aún más que lo anterior: ¡el mangacortismo!

Ha sido mi obsesión de estos meses. No porque esté en contra, sino porque estoy a favor. Me obsesionan los que están en contra.

Lo natural, lo normal para los hombres en la estación calurosa es la camiseta –incluso la de tirantes–, el torso desnudo (si estamos en la tropical Málaga), el polito o niqui (si estamos en una novela de Javier Marías) y –aquí venía yo– la camisa de manga corta. Pero, por alguna razón, esta está proscrita. Alguien dijo que no y muchos se lo creen.

Es un fascinante espectáculo de servidumbre voluntaria. Yo puedo contemplarlo con una cierta ingenuidad, porque no me enteré hasta hace pocos veranos de la proscripción. Siempre he llevado mis camisas de manga corta, no necesariamente hawaianas, con la conciencia de ser lo que soy: alguien pintón, un artista. Y resulta que no, que voy vestido de abuelete.

Se lo pillé a un Maldonado –uno de los muchos que pululan por la Costa– en una conversación. Dijo algo despectivo contra las camisas de manga corta (no contra mí, que ese día llevaba camiseta) y entonces vi de golpe a todos los esforzados mangalarguistas que han poblado los veranos de mi vida, incluido ese Maldonado (he de aclarar que no se trata de Arias Maldonado, que comparte mangacortismo conmigo).

El espectáculo, como digo, es fascinante. Cuarenta grados a la sombra y el mangalarguista no se pone una camisa de manga corta ni a tiros. Se mantiene empapado de sudor en la de manga larga, que además no se puede remangar más allá del codo (es otro de los palos de esa cruz). Lo que me fascina es eso: cómo ha interiorizado una norma que nadie sabe de dónde ha surgido y hace de ella religión (rama ascética).

Mientras yo me miraba y remiraba para comprobar si mi camisa de manga corta me hacía parecer un abuelete (¡y concluyendo rabiosamente que no, que mi aspecto era el de un artista y además fresquito!), no dejaba de observar los sufrimientos de los portadores de camisa de manga larga, empapados en sudor y con aparatosos arremangamientos nunca más allá del codo, en torno al cual se formaban unas peloteras de tela espantosas...

Lo divertido es que empieza a imponerse otra moda que entra un poco en colisión: la del pantalancortismo. Este verano he visto a un centauro que llevaba pantalón corto y camisa de manga larga. En todos los ámbitos se cabalgan contradicciones.