El Colgajo es el nombre de uno de los libros más fascinantes de los últimos años. También hace referencia a lo que le colocaron a Phillipe Lançon, su autor, en la cara a modo de mandíbula, ya que los hermanos Kouachi le destrozaron la original a balazos. Aquello fue hace poco más de cinco años en el atentado contra el semanario francés Charlie Hebdo. Estos días comienza el juicio contra catorce supuestos cómplices de los asesinos materiales. Y, estos días, también, regresa el recuerdo de un ataque islamista de una ferocidad inhabitual, incluso para los estándares de los fanáticos que libran batallas que Alá nunca propuso. Los atacantes hicieron sonar sus fusiles de asalto 50 veces, asesinando a 12 personas e hiriendo a otras 11. Y todo, por unas caricaturas.

Las mismas que Charlie acaba de volver a publicar, esas que caricaturizaban a Mahoma, y que fueron las que suscitaron los ataques de enero de 2015. Curiosamente, la revista francesa no había sido la primera en publicarlas, sino que lo hizo por solidaridad con el diario danés Jyllands-Posten, pero eso no le importó demasiado a los dos terroristas vinculados a Al Qaeda.

La religión, a menudo, ampara a quienes necesitan razones que expliquen el caos y el desbarajuste carente de sentido que vivimos en nuestro fugaz paseo terrestre. Pero a veces genera exactamente lo contrario, desasosiego y violencia. Cuánta gente, a lo largo de la historia, ha matado por razones religiosas. Cuánta ha muerto o sufrido por culpa de un dios incomprendido o caprichoso; o por malinterpretar un adagio de un profeta, o unos escritos de un visionario. Cuánta, peor aún, lo hará en el futuro. Tal vez por eso en el número especial de Charlie Hebdo de esta semana aparece Mahoma llorando mientras se tapa los ojos y admite: “Qué duro es ser amado por idiotas…”.

Con lo fáciles que podrían ser las cosas si no nos creyéramos obligados a buscar explicaciones donde solo las hay si uno está dispuesto a convertirlas en meros actos de fe; si no fuéramos idiotas.

Chung Serang, una de las voces literarias más prometedoras de Corea, señala que se pone junto a la ventana y deja que los rayos del sol la inunden. Y que, con eso, en estos tiempos de pandemia y de restricciones, ya está contenta. Es cierto que no todo el mundo logra disfrutar de la vida interior que colma a los mejores escritores, pero eso tampoco significa que uno deba dejarse llevar por una aparente necesidad de que todo, y en especial la vida, requiera aclaración.

Lançon no murió porque se hizo el muerto, si bien es cierto que casi lo estaba. Un rayo de sentido común, el que no tuvieron los agresores, le asaltó en medio del minuto y 49 segundos que duró la embestida de los dos hombres de botas y ropa negras, y a los que el periodista veía, aterrorizado, desde el suelo. Lançon salvó la vida; el semanario también salvó la suya a pesar de que Charb, Cabu, Tignous, Wolinski y los demás no lo hicieran. Con la nueva publicación de las viñetas que tanto odio engendraron, Charlie Hebdo renueva su compromiso con la defensa de la libertad de expresión, al tiempo que redobla sus esfuerzos por abatir la furia de los idiotas.