España es un país extraordinariamente benigno y tolerante con aquellos que lo cuestionan y cuestionan su Constitución y sus leyes. A diferencia de muchos otros, los faculta incluso para formar partidos políticos que llevan ese cuestionamiento en su ideario y con él concurren a las elecciones. Y cuando expresan sus ideas contrarias a España, incluso su desprecio por ella y/o por los españoles, no tienen que temer consecuencias adversas.

Sólo si llevan ese desprecio al extremo de materializarlo en actos tipificados con carácter general como delitos en el Código Penal se arriesgan a la privación de libertad, en condiciones que aun así, la experiencia reciente lo acredita, son tan flexibles que se les concede cumplirla en centros donde el trato que reciben es deferente —y hasta reverente— y de los que pueden salir cuando todavía les resta un buen pedazo de condena por cumplir.

Tal es el régimen común entre nosotros. El que hasta aquí se ha venido observando y el que tan pronto como se normalice la situación volverá a aplicarse sin restricciones, al igual que las amplísimas formas de autogobierno que prevé la Constitución.

Sin embargo, quizá haya que recordarle a alguno que en estos momentos nos encontramos en estado de alarma, frente a una amenaza que pone en jaque a la sociedad española y que plantea un desafío del que bajo ninguna circunstancia nos podemos permitir no salir airosos. En ciertos aspectos, se parece a una guerra, aunque sea contra un organismo microscópico. También lo es, de rebote, contra aquellos que, no siendo microscópicos, se conviertan, por acción o por omisión, en sus aliados. Y en las guerras, llegado el caso, se ha de actuar sin contemplaciones.

Una autoridad que representa al Estado, el president de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, ha ido a la BBC a denostar a nuestro país y a mentir como un bellaco sobre las medidas que ha tomado nuestro gobierno. Es su comportamiento habitual, pero quizá no se ha dado cuenta de que la situación es otra.

En el actual trance, una acción así se convierte en una traición que no puede pasarse por alto y que debería tener consecuencias; incluida su destitución o su detención fulminante, en flagrante delito, si persiste en su irresponsabilidad insolidaria y criminal.

Un concejal de la CUP, para más inri, ha exhortado a toserles encima a los militares que acuden en estos días a Cataluña a prestar socorro a sus ciudadanos. Otro traidor al que debería ponerse sin tardanza en su sitio, que no es otro que imponerle, como mínimo, las sanciones del estado de alarma en su grado máximo.

Se ha acabado la broma, y quienes no hayan alcanzado la madurez personal suficiente para comprenderlo tendrán que ser objeto de la acción pedagógica del derecho sancionador.

España es y seguirá siendo un país tolerante, que acepta su diversidad como la mayoría no la aceptaría, y que puede convivir con las variantes más extremas de desapego al proyecto común. Pero no en estas circunstancias. Hay vidas humanas que salvar, y quien estorbe a ese empeño, sobra y debe recibir el mensaje.