Vivimos atrapados en una distopía sin grandeza. Ni la épica de Orwell o Huxley, ni la lírica de Bradbury o Dick encontrarían acomodo en esta guerra. El único destello de brillantez, en medio del confinamiento, se produce al anochecer, cuando una orquesta de aplausos y ollería desborda las ventanas de un país vuelto hacia dentro.

A lo largo del día, vecinos con perrito o con carros de la compra, y habitualmente embozados como forajidos, se saludan recelosos desde los portales mientras bandadas de gorriones chillones se apoderan de la "ciudad automática", que diría Camba.

Interpretamos el estado de ánimo de España en el pulso permanente que los memes humorísticos y las noticias terribles libran en los grupos del whatsapp. El aburrimiento, la sensación cataclísmica, el coraje y la esperanza se suceden sin solución de continuidad, espoleados por el paso de las horas y el recuento de bajas.

Nadie sabe cómo saldremos de ésta porque hemos pasado de considerar el covid-19 un catarro a temerlo como una lepra. La proporcionalidad y la calma se despeñaron por el desolladero de la imprevisión y la sorpresa. Tampoco ninguno podremos olvidar en nuestra vida qué hicimos aquellos días de confinamiento, en el año de la tos y la disnea.

Cada cual vive el estado de alarma su manera. Este encierro, por ejemplo, sería pan comido para un postrado de fama universal como Onetti, pero un suplicio insoportable para dos andarines impenitentes como Emil Cioran y Robert Walser.

Mi experiencia resulta sólo extrapolable a ciudadanos enclaustrados en pisos pequeños porque si algo queda claro de esta crisis es que la volumetría de los hogares, los metros habitables y el acceso a balcones y terrazas reordenan las clases sociales.

Como la mejor forma de predecir el futuro es crearlo, hago listas interminables de buenos propósitos que olvido más adelante. Esta homeopatía de la frustración no te libra del fracaso pero lo aligera y da un sentido cómico a los sueños rotos.

Decido ordenar por fin mi biblioteca, pero la evidencia de que tengo libros por encima de mis posibilidades me disuade y me deprime al primer estante. Entonces divago y pienso en la crisis de los misiles, en Nelson Mandela en las mazmorras del apartheid y hasta en el conde de Montecristo perdido entre un montón de volúmenes.

Aproximarse a este tiempo y este país puede resultar truculento. ¿Se imaginan la íntima sensación de desquite de los presos, el pavor que condensa el aire en los asilos, el aburrimiento y el miedo al contagio de las prostitutas en los meublés, las dudas comerciales de los traficantes de anfetas, los hatos agolpados de los manteros en sus pisos patera?

¿Y qué será de nosotros cuando esto acabe? La duda crece espoleada por la velocidad con que este virus ha penetrado los muros derruidos de Occidente. Entonces quedan los balcones en la noche, por donde asoman la solidaridad y el sentimiento de pertenencia. La única certeza es que nadie volverá a ser el mismo.