Escribí la columna anterior a esta cuando el cautiverio era inminente. Hoy ando, ordenador sobre rodillas, asomada a un balconcito que es lo más parecido a la terraza de un bar que he encontrado.

He desarrollado un sexto sentido que huele cuando aparece un rayo de sol y me lanzo sin mesura sobre la vitamina D. Cada uno se obsesiona con lo que quiere. O con lo que puede. Yo ansío que me acaricie el sol, mi tocayo, al que normalmente rehúyo y que ahora es lo único que me ancla a una especie de libertad ficticia.

Continúo con la dieta que comencé dos días antes del cautiverio; hago una hora de deporte intenso al día (mi otra obsesión del cautiverio es la fabricación de endorfinas); me ducho y me unto de todas las cremas habidas y por haber; sigo trabajando como si no hubiera un mañana, quizás porque el que vendrá no me entusiasma; me perfumo con esa colección de botes preciosos que me regaló mi amiga Juana, quién habría dicho que servirían para aferrarme a una realidad inexistente; intento, a través de mis redes sociales, acompañar a todas las mujeres que sienten, como yo, la necesidad de avanzar cuando todo está parado.

Porque otra de mis obsesiones (esta previa a la reclusión) implica el no desperdiciar el tiempo. Emplearlo en hacerlo todo o en no hacer nada, como consecuencia de la acción, pero no de la reacción. Estar presente y conectada con esto que soy y preguntarme en cada momento qué quiero hacer y hacerlo. No huir, no evadirme. Aburrimiento: vale; aturdimiento: jamás.

Necesito saber que, cuando el cautiverio termine, seré mejor, sabré más, habrá músculo donde antes se hacinaba la grasa. Sentiré orgullo por haber resistido la tentación de los carbohidratos, tendré el coco lleno con todos esos libros que ahora ocupan mi mesita. Chorrearé autoconocimiento y habré parido una historia que ya está siendo y que necesito vomitar. No hay precedentes, quién sabe si subsiguientes. Cómo contar otro cuento si el cautiverio lo invade todo, cómo sacarle el máximo partido a esto que pasa fuera y que se cuela por todas las rendijas hacia adentro.

Inventar una nueva ilusión para defender mi bandera: vivir, que no sobrevivir. Afilar los sentidos para absorber todos los matices, para no dejarme nada en el tintero y plasmarlos sobre una pantalla que ahora, más que nunca, es una ventana, ya no al mundo, sino a mi único mundo. Aprovechar eso que pocas veces me pasa: las emociones, irrefrenables, desde mi cabeza hacia mi estómago y acabando en los dedos sobre un teclado que es mi desahogo, mi Biblia y mi vida hasta nuevo aviso.

No lo escondo, me siento afortunada: tengo tres balcones, una casa con espacio suficiente para separarme de unos adolescentes que, como diría mi amiga Marieta Orozco, son lo menos parecido a un hijo y una profesión cuya creatividad es medicina en cualquier contexto.

Los que escribimos hacemos de esto nuestra manera de respirar, de observar la realidad como una concatenación de historias y, en el centro: la nuestra. Antenas que crecen sobre nuestro entorno y entre nuestras tripas para definirnos, definir y transformar en palabras lo intangible que siempre es mucho pero ahora es más.

Escribir es avanzar. Crear algo donde antes habitaba la nada. Construir, difundir, ensanchar la visión propia y la ajena. Ante la sensación de agobio, qué mejor que aprovechar una herramienta invisible para muchos, pero factible para todos: escribamos. Démosle la vuelta a este calcetín que somos para arrojar sobre el papel lo que se esconde dentro, sea lo que sea.

Aprendernos es siempre la mejor opción.