La gente necesita algo por lo que estar paranoica, me explica una persona del mundo de la Sanidad al respecto de la reacción general a la crisis sanitaria provocada por el coronavirus. Debe de ser eso, sí.

La paranoia está ya por todas partes. Seguramente la potencie que el virus que provoca esta locura de aparente emergencia mundial incorpora ingredientes que hacen que el pánico se propague más rápido que el propio agente infeccioso.

Primero, porque se contagia de forma pasiva -no hace falta una jeringuilla, una relación sexual insegura o comer algo en mal estado-; segundo, porque puede afectar a cualquiera, de cualquier condición o características; y, no menos importante, porque viene de China, como casi todo ya. Ese país tan temido, y tan desconocido. Una tormenta perfecta.

Una tempestad agitada, especialmente, por el cuestionable papel que están mostrando algunos medios de comunicación: ya no es fácil distinguir si alguno de ellos pretende informar o confundir; si está a favor de contribuir a ayudar a controlar una epidemia -que no es su obligación, pero tampoco el opuesto debería ser una opción-, o si su objetivo se encuentra en un territorio mucho más tangible, el de aumentar el tráfico en sus sites, sin importar demasiado la forma en la que lo consiga.

Es cierto que lo que está sucediendo no es un asunto irrelevante. Si lo fuera, no habría muerto nadie; si lo fuera, no se habría desatado esta psicosis internacional; si lo fuera, ni Italia se plantearía cerrar colegios y universidades ni Macron se habría mostrado dispuesto a recurrir al Ejército para colaborar con los servicios de Sanidad en la lucha contra el coronavirus.

Pero tampoco ha comenzado la tercera guerra mundial contra un enemigo invisible. En la gran mayoría de los casos, incluso un contagio en una persona sana no representa mayor despropósito que pasar una gripe, con sus incomodidades y sus trastornos. Todos los esfuerzos por atajar la propagación de la enfermedad son pocos, pero no olvidemos que la gripe común mata solo en España a más de 6.000 personas cada año. Al coronavirus se le atribuye poco más de la mitad de esa cifra en todo el mundo, unos 3.200 fallecimientos.

Estos días viajo por varios aeropuertos europeos y observo mucha imprudencia o mucha ignorancia, no estoy seguro. Bueno, sí lo estoy. Los imprudentes serían los que no llevan mascarilla, si es que fuera aconsejable llevarla. Pero es que no lo es.

Los ignorantes, o los confundidos, las llevan. Y son muchos. Sometidos al pánico, hacen un uso irracional y carente de sentido de semejante protección; una que utilizada de este modo, indiscriminadamente, no protege de nada. Así, entre el miedo y la paranoia, se agotan las reservas mundiales de mascarillas impidiendo -lo que es más grave-, que quienes las necesitan de verdad no las encuentren por ningún lado.

La economía mundial se ve sacudida por el miedo y por las fábricas cerradas. Por el temor a una gran recesión, por el miedo al miedo. Es evidente que el retroceso económico ya está aquí, solo falta cuantificar su intensidad, aún por definir. Mientras no se controle la propagación del virus, será imposible medir el grado real de sus ya aciagas consecuencias económicas.

Pero mientras hay quien se tapa la boca sin el menor sentido, con o sin mascarilla, hay otros que abren la suya en defensa del mundo. Esta semana, una joven veinteañera ha decidido dejar su trabajo estable, sus fines de semana de conciertos y su vida cómoda en Madrid para aceptar el empleo que le ha ofrecido una ONG en África, donde también se extiende el coronavirus.

La joven, desde su nuevo hogar en Uganda, pronto podrá escuchar al referente de la nueva trova cubana Carlos Varela cantando aquello de que “unos hacen los muros y otros hacen las puertas”. Mientras haya jóvenes que, como ella, sepan de qué lado están, si construyen muros o si forjan puertas, y se muestren dispuestos a demostrarlo, perdurará la ilusión de que este mundo, tal vez, se pueda salvar.